Todo esto son consideraciones generales sobre un personaje tan discutido. Quien no haya visto en él más que la enfática perilla, su desmedrada figura física, envuelta en gruesas rotundidades, pensará que debe ser olvidado; le molestará el estilo declamatorio, y lo encontrará afectado, artificioso y falso. Todo esto anulará sus cualidades de escritor. No vamos a pretender sino centrar su figura en el inundo literario, social y político que le tocó vivir. Quizá pasado ya tanto tiempo no pueda ser tan discutido. Y si algunas de sus obras, gracias a la hábil maniobra de conseguir que fueran prohibidas, ganaron mayor prestigio, hoy nadie podrá descubrir en aquel teatro, con tantas alusiones a los hombres impregnados de la pasión de mando, y de aquellos otros enfebrecidos por el afán de riquezas, no la moral que se preconiza, sino algo que se desprende de ese sentido ético, con área mucho menor: la moraleja, la moral pequeña, como la de las fábulas, que tanta éxito y difusión alcanzaron desde fines del siglo XVIII -tiempos de Iriarte, Samaniego, Meléndez Valdés, Martínez de
No importa que Ayala fracasara en esto más que en otras empresas de su vida. Su teatro halló un momento de permeabilidad y comunicación con su público; pero gustos y modos llevaron la atención hacia otros derroteros. Su obra dramática quedó tan compuesta y conservada como su figurón político y social.
EL TEATRO ENTRE GUERRAS Y PRONUNCIAMIENTOS
El teatro, como la manifestación más pegada a la vida y a la sociedad, habría de verse forzosamente atacado por la decadencia característica del siglo XVIII. Examinado e1 hecho literario en conjunto, no es difícil advertir el íntimo desasosiego por salir de aquel caos en que iban cayendo, igual que en una sima, un verdadero alud de obras dramáticas. De no ser la novela de folletín, proteica y populachera, que entraba por debajo de la puerta en los hogares de la clase media, no existía nada que pueda interesar tanto como el teatro. El espectador que, en resumidas cuentas, otorgaba o negaba fama y prestigio al autor dramático en los mismos instantes de la representación, la verdad era que asistía sin preocuparse demasiado de los preceptos aristotélicos, lo mismo si se los servían aliñados en clásica envoltura o entre los preceptos reglados del neoclasicismo. El teatro era, ante todo, emoción; no única, subjetiva y personal, sino transmitida desde la escena, donde hechos y personas aparecían a la luz brillante, a las lunetas y cazuelas, en busca de esa alma colectiva que se llama público.
Pero el planteamiento de la decadencia del teatro, como de los restantes géneros literarios, fue una de las más agudas preocupaciones de los escritores de aquellos tiempos, aunque precisamente no se diesen cuenta exacta del hecho. Se confundieron los términos; era natural en aquella espesa tolvanera, donde se mezclaban otros conceptos derivados de las viejas normas aristotélicas; la licitud o ilicitud del arte dramático era una preocupación medieval, muy trasegada, y en pleno Siglo de Oro, el más poderoso ingenio, Lope de Vega, se veía forzado a reconciliarse con nuevos y antiguos en el Arte de hacer Comedias. Sobre si el arte es imitación o no, si en suma debe ser una copia de la realidad, nada más representativo que
A vueltas de estas oscilaciones, el arte dramático fue prolífico, igual que muchas otras producciones.
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