Sólo adentrándose por la vida y la obra de Ayala, en estos tiempos de análisis y hasta de psicoanálisis, se observa cuán completa oquedad había en ese cráneo tan amplio y tan adornado exteriormente, donde, aunque infinitas grandes ideas pudieran tener albergue, sólo habitó como perdigón dentro de un cascabel, haciendo ruido al ir y venir, la idea minúscula del lucimiento personal: personal e intransferible.
«...Como un globo, que no otra cosa era, levísima envoltura de dilatado aire, subió y subió hasta perderse entre las nubes. Sí; allí pudo juzgarse que se le veía, cuando a su muerte el cadáver recibió el gran honor de genio y de héroe. Sin duda, creeríase que escalaba la gloria el espíritu de aquel cuerpo, sobre y ante el cual depositaban flores y hacían salvas, repetidamente, los artistas del Teatro Español y los soldados en
Por los testimonios aducidos, puede verse que en torno a don Adelardo López de Ayala no todo el monte es orégano; a los elogios más rendidos, lindantes en la cursilería retórica, en el halago mediatizado, se suceden las peores sátiras, presentándole como un figurón; no se aclara, ni siquiera puede verse del todo; nos llega de él una especie de espuma, en la cual su figura se desvanece, y quizá lo fundamental y humano permanece cuidadosamente oculto, porque así lo deseó el propio interesado; nos llega de él la vanidad, la ambición, la intriga, cualidades ciertamente humanas, pero nunca recomendables, ni mucho menos meritorias, en el hombre perfecto y completo.
Pero si bien se analiza, causa sorpresa y lástima que todo esto que confluía en Ayala se perdiera en la terrible oquedad del figurón. ¿Era tal como le retratan sus amigos, o como le difaman y censuran sus enemigos? Téngase en cuenta, antes que nada, que sobre él pesó en todo momento el factor político, haciendo y deshaciendo muchas cosas; elevando a algunos, al mismo tiempo que Ayala subía, pues de otra forma no lo hubiera consentido un hombre que tuviera tan en primer lugar su conveniencia personal. Y en medio de una atmósfera parlamentaria, turbia y agitada, su figura se diluye y se desdibuja; a ratos nos parece el político, a ratos el escritor, según predominase uno u otro; lo que está fuera de dudas es que ambos supo él administrar con discreción y justeza, para hacer un personaje público, un jefe político, un hombre de estado; quizás a estas tres categorías Ayala debiera añadir otra, que, por cierto, sirve de título a una comedia famosa: un hombre de mundo.
Quizás esto fue inicio de su carrera y término de la misma. No nos imaginamos su figura de perilla y melena, como quieren sus biógrafos aduladores, trasladándose al plano de los tiempos clásicos, como ejemplo de auténtico señorío espiritual, sino a las escenas galantes de la dorada bohemia, donde él cifró algunos de sus sueños, entre el mundo de los suburbios y las miserias y el de las sedas, mármoles y cristal. Una tendencia instintiva le impulsó, en más de una ocasión, a vivir en esta atmósfera, rica y costosa, pero también de blandengue sensiblería. Esto se descubre en sus comedias de tipo burgués, pero mucho más en las cartas, que componen el Epistolario, donde, a dos por tres, surge el hombre al parecer delicado, con preocupación constante de enfermedad; sobre todo aquella tendencia a catarros bronquiales, y de eso puede decirse que murió; surge también el goloso, que se deleita con los buenos platos, y el que admira los refinamientos de los grandes salones, incluidos los de Palacio, donde vive horas de incertidumbre y dolor para nuestra historia. Ello acentúa un raso inconfundible de su carácter ególatra, vanidoso y egoísta. Los discursos parlamentarios, difícilmente separables de aquella torrencial verborrea caída sobre las Cortes Españolas, no son solamente un modelo de oratoria política, sino la más fiel expresión del cuidado y del pormenor, con que cada una de aquellas oraciones podían servir para derribar a un adversario y enaltecer -de eso se trataba- la figura del poeta y el político. Téngase en cuenta que, poseyendo una cualidad de todos sus biógrafos reconocida unánimemente, la lentitud y casi la pereza, hablar debió ser para él operación sumamente premiosa. En una de sus cartas se le escapa el ruego de que no le califiquen de lento y premioso, sin duda, porque esto, que pudiera ser característico de una mentalidad reflexiva, pudiera convertirse en arma para combatirle sus adversarios. ¡Sus adversarios! No hemos conocido hombre que viviera más aherrojado de la opinión ajena; más celoso de conservar el buen crédito, la perfección humana. Quizá porque en el fondo, de cuánto creía capaces a sus enemigos, políticos y literarios -lo mismo que él, después de todo-, nunca sería bastante el cuidado para cerrar todas las celosías al juicio de los demás. Cuanto dijo, cuanto escribieron sus biógrafos, fue tan sólo aquello que él consideró como prototipo: unos retratos donde apareciera hermosamente favorecido. Ese constante equilibrio inestable entre la opinión de los otros y la valoración personal; ese enorme desacuerdo entre la estimación propia y el aprecio ajeno produjo, sin duda, el desgaste de aquel hombre, cuya vida, llena de triunfo y peripecia, apenas duró medio siglo. Cuando hoy repasamos su obra, nos damos cuenta de su preocupación personal, gracias a la serie de ensayos y tanteos que precede a la creación de cada uno de los personajes; pero además a una depurada labor de lima, un afán por la frase esmerilada, que sonara bien, aunque muchas veces el sentido se perdiera en aquel mar de palabras. En él mismo naufragaba también la política, como clave de buen sentido, en aquella época tan turbulenta. Después de todo, muchos hombres podían afirmar que la, cuestión no era pasar, sino señalarse, gobernar, conquistar, ya que no coronas de oro, por lo menos de laurel: Ayala es uno de tos coronados, al mérito y a su inspiración, y con aquellos arrequives pensó deslumbrar a los pobres campesinos de Andalucía y Extremadura ; a los demás, al mundo de los salones, les ofrecía el drama de tesis, con ideas más o menos originales y adecuadas, pero siempre en una bella expresión.
[1] Oteyza, L. López de Ayala, o el figurón político literario. Madrid, 1932, págs. 8, 9 y 10.
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