domingo, 30 de marzo de 2014

EL FORASTERO PELIRROJO (1 de 3)

 

Un nuevo Episodio Guadalcanalense por Jesús Rubio
  
I
Laboratorio del Jardin Du Roy. París, Francia.1806
Monsieur Vauquelin analizó la muestra con la lupa. Buena  plata, sin duda. Pero a través del cristal se adivinaba algo más. Incrustados, se podían apreciar ciertos fragmentos, apenas unos gránulos, de otro material. Vauquelin, en esos momentos el mejor químico de Europa, sospechaba qué podía ser: platino. Pero  había que demostrarlo, así que dispuso todo su material para ello. No tardaría mucho en saberlo.

II
Guadalcanal, Extremadura. 54 años antes.
Juan se quedó mirando al visitante. No podía apartar la vista de su pelo rojizo. Estaba claro que aquel hombre no era español. A Juan aquello le llamó mucha la atención, aunque, en verdad,  no era tan extraño. Las minas habían llevado hasta el pueblo gente de muchas tierras. No es que fuera algo que se viera todo los días en Guadalcanal, pero tampoco una rareza, vamos. Algún ingeniero alemán de vez en cuando aparecía por el pueblo para procurarse víveres, ropa o material. También para enviar cartas. Eran rubios y de piel blanca. También se había visto por allí a algún que otro francés o inglés. Iban y venían con cierta regularidad. Eran ingenieros o mineros que iban a Pozo Rico, atraídos por la plata. Pero Juan era la primera vez, a sus diez años, que veía a alguien con un pelo tan rojo.
El individuo venía acompañado de otro hombre, que sí parecía español, con porte muy elegante. No eran viajeros al uso. Hasta para Juan, con solo once años, eso era evidente.
El visitante sonrió. Estaba claro que estaba acostumbrado a que su cabellera rojiza, llamara la atención. Guiñó un ojo a Juan. El hombre que estaba a su lado, que, efectivamente, era español, preguntó:
-¿Dónde está el posadero, niño? Este hombre es un importante caballero y está muy cansado.
-Ahora… ahora le llamo.
Juan no podía apartar la vista de aquel hombre. Corrió hacia el corral de la fonda. Allí estaba su padre, bregando con uno de los mozos que servían en la casa. Al poco, Juan y su padre, volvieron al zaguán.
-Ustedes me dirán.
-Una habitación para este hombre, que está aquí en nombre del Rey.

III
William Bowles tenía poco más de 30 años cuando llegó a Guadalcanal. Había comenzado su viaje unos meses atrás, tras conocer, en 1752 a Antonio de Ulloa, un marino y científico español que había sido el lugarteniente del legendario Jorge Juan a la expedición geodésica al Perú. Ulloa y Bowles se habían conocido en París, en la Academia de Ciencias, en aquel tiempo la más prestigiosa del mundo. Ulloa había convencido a Bowles para que se trasladara a Madrid, pues el rey Carlos III, obsesionado con incorporar a España a la modernidad, había aceptado la creación de un gabinete de historia natural. “Y es tan rico que ya en su nacimiento puede competir con los más famosos de Europa”, escribió Bowles en su diario al poco de estar instalado ya en España.
Pero pronto la misión de Bowles fue otra. Era irlandés, lo mismo que Ricardo Wall, embajador español en París. Wall y Bowles simpatizaron. De sus conversaciones surgió la nueva tarea del geólogo: visitar las minas de Almadén. Y apenas unos días después, la operación se volvió aún más ambiciosa: recorrer las principales minas españolas y realizar un exhaustivo informe sobre su estado y sus posibilidades de explotación. España ambicionaba volver a ser una gran potencia. Para ello, explotar con mejor aprovechamiento sus recursos naturales era primordial. Bowles aceptó sin pensárselo.
Y por eso allí estaba ahora. En Guadalcanal.
Habían llegado tras medio día de viaje desde Zalamea. Unos días antes, el geólogo nacido en Cork había partido desde Almadén. Llegó a la Puebla de Alcocer. De allí pasó a Orellana, Navalvillar, Logrosán y atravesó la Sierra de Guadalupe. Después volvió a Orellana y desde allí marchó hasta Zalamea de la Serena. Tras inspeccionar la mina de plata que allí había, partió hacia Guadalcanal.

IV
Cenó poco. Estaba cansado. Pero, a la luz del candil, y como era su costumbre, no podía conciliar el sueño si antes no apuntaba lo visto para el viaje. Eso le permitía adelantar el trabajo de su proyectada obra, que iba a titular Historia Natural de España, y, además, ordenaba sus pensamientos. Por muy fatigoso que fuera el viaje, no podía dormir si antes no lo hacía.
“Desde aquí en cuatro horas llegamos a Guadalcanal por un llano y unas colinas que hay hasta el pie de Sierra Morena, de la cual se andan dos leguas antes de entrar en dicha villa, que tendrá de setecientos a ochocientos vecinos. Hay en sus cercanías abundancia de zumaque, cuya hierba se corta en el mes de agosto, y su tallo, hojas y flores se muelen, y llevan a vender a Sevilla para curtir cueros”.
El geólogo se llevó la mano a los riñones. Le dolían. Estaba muy cansado. Aún así, siguió escribiendo:
“Las cimas montañas de Sierra Morena alrededor de Guadalcanal son todas redondas como bolas, juntas unas con otras, y casi de la misma altura: en lo cual se diferencian de las restantes de España, que, por lo regular, son puntiagudas, especialmente las de los Pirineos, donde se levantan picos sobre picos, pudiendo estas compararse al mar agitado de una borrasca; y las de Guadalcanal a la uniformidad de las olas en tiempo bonancible y sereno”.
Bowles quería terminar sus impresiones sobre el paisaje que había visto hasta llegar a Guadalcanal antes de acostarse, tarea que no le llevó mucho tiempo. Al poco, se retiró a descansar. Al día siguiente había que salir muy temprano. Había que ir a la mina de Pozo Rico.

V

París. Jardín Du Roy. 1806
Monsieur Vauquelin ya tenía preparada el agua regia y los otros ácidos para la separación del platino. Hacía tiempo que la discusión sobre si este material era un metal nuevo o una aleación de hierro y oro se había zanjado. El conde de Buffon era el máximo enemigo de la teoría de considerar al platino como un metal nuevo. Pero muchos otros habían aportados muestras suficientes, años después, para demostrar que el platino existía por sí mismo, una vez separado de la gran variedad de metales con los que aparecía combinado en la naturaleza.
  
VI
Guadalcanal, Extremadura. 54 años antes.
El aire de la sierra golpeaba al irlandés. Al menos, se consoló, no llovía. Pero el ambiente era húmedo. Convenía no demorarse. Al poco de iniciado el camino, las primeras luces del alba empezaron a teñir de lilas y amarillos los perfiles de los cerros. Las mulas avanzaban con calma por los caminos, todavía blandos por las lluvias de días anteriores.
Tanto daba que se las azotara. No cambiaban el paso. Al fin, a primera hora de la mañana, llegaron a la mina.
El irlandés respiró profundamente. Difícil encontrar aire más puro. Empezó a hablar con su acompañante, quien, acto seguido, empezó a dar órdenes a la cuadrilla de mineros que habían sido puestos a sus disposición. Había que prepararlo todo para bajar cuanto antes. Era mucho el trabajo que había que hacer y muy poco el tiempo.
Eligieron el pozo que se llamaba Campanilla. Primero marchaba uno de los mineros más veteranos, un hombre muy delgado y enjuto, de vivos ojos azules y de movimientos ágiles. Al irlandés se le asemejó a un gato. Durante buena parte de recorrido, Bowles siguió los movimientos de aquel hombre: conocía aquello con la palma de la mano y pisaba como si tuviera miedo de despertar a algún ogro dormido en lo más profundo de aquellas galerías. No pudo sino admirarle. Tras aquel minero iba el capataz, y, en seguida, Bowles y su asistente. Detrás todos los demás, media docena de hombres, con picos, palas y azadas y el resto de material para abrir más pozos y zanjas si el agua, abundante en esas profundidades y más en esa época del año, lo permitía.
De vez en cuando, el geólogo se paraba. Su asistente le sujetaba la lámpara para que pudiera hacer alguna mínima anotación. Casi se podía tocar la humedad de las galerías.
Bowles miraba, escudriñaba y tomaba muestras. Hubo algo que le llamó especialmente la atención:
-Cuarzo. Es extraño. No es fácil verlo en estas betas. En España no lo había visto hasta ahora.
Siguieron andando. Finalmente, se encontraron con agua. Ya no se podía seguir, pero para el irlandés era suficiente: podía hacerse ya una idea de la importancia del pozo.


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