Un nuevo Episodio Guadalcanalense por Jesús Rubio
VII
Juan no dejaba de mirar a aquel
hombre. No era un extranjero como los demás. Eso seguro. Temeroso, acercó la
jarra de vino a la mesa.
-Señor…
El hombre alzó la mirada.
-El vino. Mi madre dice que la comida
la traerán enseguida. Es guiso de caldo de gallina. También hay capón.
-Gracias…
El hombre habló arrastrando las eses.
Eso le daba cierta simpatía. Volvió a sus papeles.
Escribió:
“La
gran beta corre de norte a sur, según se descubre por más de doscientos pasos
en la superficie. Hay dos arroyadas, que regularmente no corren en el estío,
por ser país muy seco, las cuales tienen sus curso del este al oeste, al pie de
dos cerros contrapuestos a cosa de 300 pasos de distancia uno de otro. Estas
dos arroyadas parece son los límites de la mina, porque se observa que no los
antiguos ni los modernos han cavado jamás al sur ni al norte de los dos cerros
referidos”.
-Señor, la cena.
Esta vez era la madre de Juan la que
dejaba un gran cuenco de barro. El olor del caldo era intenso. El geólogo tenía
hambre: el día había sido agotador. Apartó los papeles y se dispuso a comer. En
ese mismo momento llegó su ayudante, se sentó a la mesa e hizo una seña.
-Señor…
-Dígame señor Solano- el español del
geólogo no era muy fluido, pero se esforzaba en intentarlo.
José Solano llevaba acompañando a
Bowles desde que llegó a España. Cuando se encargó al geólogo irlandés la
inspección de las minas españolas se ofreció sin reservas a acompañarle en
calidad de ayudante y secretario. Ejercía, además, de traductor. Solano era
hombre eficaz y discreto, muy centrado en su trabajo, y poco amigo de
habladurías. Era sin duda un hombre valioso, que se mostraba entusiasmado con
la orden dada por José de Carvajal, el ministro de Estado, quien, siguiendo las
órdenes directas del rey, quería atraer a todos los científicos notables que
pudieran encontrarse en Europa para hacer progresar nuestras ciencias. Solano
era un ilustrado convencido, un hombre entregado a una pasión: el progreso.
Había otros dos miembros de la expedición, Salvador Medina y el abogado Pedro
Saura, que había vuelto a Madrid desde Almadén. Había que buscar más dinero. No
andaban las arcas reales muy sobradas de él. Afortunadamente, España contaba en
aquella época con mecenas generosos, dispuestos a donar buena parte de su
hacienda en causas de este tipo. José Nicolás de Azara era uno de ellos. El les
daría más dinero y tanto Medina como Saura se volvería a unir a ellos más
adelante, quizás en Antequera.
Solano no se anduvo con rodeos. No
era muy hablador pero tampoco diplomático.
-¿Considera que estas minas pueden
volver a explotarse como antaño?
-Sería bueno. Hay mucha plata en
ellas.
Bowles hablaba despacio y remarcando
mucho las palabras. Y añadió, con parsimonia, como midiendo mucho lo que decía:
-No será fácil abrir nuevos pozos.
Hay mucha agua. Eso dificultará los posibles trabajos. Mañana abriremos uno. A
ver qué es lo que nos encontramos.
Bowles y Solano continuaron su charla
durante toda la cena. El grueso de la conversación se centró en asuntos
técnicos y de intendencia. Pidieron otra jarra de vino, que les pareció
delicioso. En muchos momentos, desde la distancia, Juan les observaba.
VIII
Los peones cavaban con dificultad.
Estaban a unos cien pies de profundidad en el pozo Campanilla. Y había que
cavar otros cincuenta. Les iba a llevar tiempo hacerlo. La cuadrilla era la
mejor que había allí en la mina, que sólo tenía abierta desde hacía unos años,
un par de pozos de los que se extraía especialmente cuarzo y espato, también
algo de plata, pero los trabajos eran a poca profundidad. Desde hacía más de un
siglo, cuando se marcharon los Fúcares, las minas no se explotaban de una forma
más intensiva. Los banqueros Fugger, o Fúcares cómo se les conocía en España,
fueron gente poderosa que se marchó precipitadamente de allí, cuando apareció
el agua en las galerías más profundas. Desde entonces los trabajos se habían
centrado en las zonas más próximas de la superficie.
Mientras la cuadrilla trabajaba,
Bowles examinaba los papeles que se guardaban en el edificio de la inspección.
Había varios informes sobre cómo había sido explotada la mina hasta 1635. Y
también había dos planes de pozos y galerías. Pidió a Solano que se los
tradujera: el primero de ellos, que pretendía abrir once pozos entre ochenta y
ciento veinte pies de profundidad, le parecía menos sensato que el segundo, que
pretendía abrir diez. Bowles se quedó con ambos planes, pues tenía potestad
para ello. Y estudió muchos más papeles. Parte de lo allí escrito estaba en
inglés, algunos documentos lo estaban en francés y muchos más, en alemán: Ello
facilitaba la tarea a Bowles. Lo que estaba escrito en español, Solano se lo
traducía. El geólogo tomás muchas notas. Lo hacía con letra alargada y nerviosa.
Leía y releía, anotaba. Volvía a escribir. Preguntaba a Solano qué ponía en
cierto papel. Volvía a anotar. Dejaba un legajo, cogía otro, pedía cinco más.
Así estuvo toda la mañana, ante la curiosidad, y también desazón, del inspector
de la mina, que entendía poco o nada de todo aquello.
Ya bien entrada la tarde, y ante la
imposibilidad de continuar los trabajos en el pozo, El geólogo irlandés optó
por volver a Guadalcanal a continuar su informe. Se llevó numerosos documentos.
El capataz esbozó una tímida protesta, pero desistió ante la cortante mirada de
Solano.
IX
Al día siguiente, a mediodía, los
peones habían cavado ya el pozo con el que accedieron a la vieja galería del
pozo Campanilla. Pudieron acceder a través de ella a la parte más antigua y más.
Estaba todo anegado. La madera de las viejas escaleras se había podrido, aunque
las galerías parecían mantenerse firmes. Quienes las habían excavado habían
hecho un buen trabajo, no cabía la menor duda.
-Tratar de explotar este pozo
–explicó Bowles en inglés a su ayudante- obligaría a un enorme esfuerzo de
desagüe, lo que llevaría a gastar una cantidad ingente de dinero que no haría
rentable su explotación. Cojamos muestras.
Solano trasladó la orden al capataz:
-Dé orden de recoger escombros.
El capataz se mostró solícito. No
tardaron mucho en llenar un par de sacos de piedras para su examen. El propio
Bowles ayudó en la selección. Y algunas de las muestras recogidas, que despertaron
en él un súbito interés, prefirió guardarlas en el en un pequeño sobre que
llevaba.
Ya arriba, examinó con detalle las
muestras recogidas. Comenzó a dictar a Solano:
-Por lo que hemos recogido, puedo
inferir, así de momento, que esta mina se compone de cuarzo, espato blando de
color de ratón, pizarra arrehumbrada, hornestein,
piritas, algo de plomo y plata, mucha plata…
Luego sacó las muestras más pequeñas
que había guardado el mismo en el sobre. Eran un par de docenas de piedras, la
mayor de ellas del tamaño de una nuez.
Varias de ellas no llamaron mucho su
atención. Pero había otras tres que si parecieron despertar su interés. Las
alzó hacia la luz de aquella tarde. Las acercó. Sacó su lupa.
-Esto parece interesante…
A Solano no le parecía que hubiera
nada de particular en aquellas piedras. Brillaban al albur de la luz como las demás.
Es decir, estaban veteadas de plata. Eso al menos le parecía al ayudante de
Bowles. Pero él no era un experto geólogo como el irlandés.
Solano no pudo evitar preguntarle:
-¿El qué, señor Bowles?
-Estos pequeños cristales incrustados
en la veta de plata. Me recuerdan algo
que me ha enseñado mi amigo Juan de Ulloa. Pero no quisiera precipitarme. Nos
podemos ir ya, señor Solano.
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