martes, 1 de abril de 2014

EL FORASTERO PELIRROJO (2 DE 3)


              Un nuevo Episodio Guadalcanalense por Jesús Rubio

VII
Juan no dejaba de mirar a aquel hombre. No era un extranjero como los demás. Eso seguro. Temeroso, acercó la jarra de vino a la mesa.
-Señor…
El hombre alzó la mirada.
-El vino. Mi madre dice que la comida la traerán enseguida. Es guiso de caldo de gallina. También hay capón.
-Gracias…
El hombre habló arrastrando las eses. Eso le daba cierta simpatía. Volvió a sus papeles.
Escribió:
“La gran beta corre de norte a sur, según se descubre por más de doscientos pasos en la superficie. Hay dos arroyadas, que regularmente no corren en el estío, por ser país muy seco, las cuales tienen sus curso del este al oeste, al pie de dos cerros contrapuestos a cosa de 300 pasos de distancia uno de otro. Estas dos arroyadas parece son los límites de la mina, porque se observa que no los antiguos ni los modernos han cavado jamás al sur ni al norte de los dos cerros referidos”.
-Señor, la cena.
Esta vez era la madre de Juan la que dejaba un gran cuenco de barro. El olor del caldo era intenso. El geólogo tenía hambre: el día había sido agotador. Apartó los papeles y se dispuso a comer. En ese mismo momento llegó su ayudante, se sentó a la mesa e hizo una seña.
-Señor…
-Dígame señor Solano- el español del geólogo no era muy fluido, pero se esforzaba en intentarlo.
José Solano llevaba acompañando a Bowles desde que llegó a España. Cuando se encargó al geólogo irlandés la inspección de las minas españolas se ofreció sin reservas a acompañarle en calidad de ayudante y secretario. Ejercía, además, de traductor. Solano era hombre eficaz y discreto, muy centrado en su trabajo, y poco amigo de habladurías. Era sin duda un hombre valioso, que se mostraba entusiasmado con la orden dada por José de Carvajal, el ministro de Estado, quien, siguiendo las órdenes directas del rey, quería atraer a todos los científicos notables que pudieran encontrarse en Europa para hacer progresar nuestras ciencias. Solano era un ilustrado convencido, un hombre entregado a una pasión: el progreso. Había otros dos miembros de la expedición, Salvador Medina y el abogado Pedro Saura, que había vuelto a Madrid desde Almadén. Había que buscar más dinero. No andaban las arcas reales muy sobradas de él. Afortunadamente, España contaba en aquella época con mecenas generosos, dispuestos a donar buena parte de su hacienda en causas de este tipo. José Nicolás de Azara era uno de ellos. El les daría más dinero y tanto Medina como Saura se volvería a unir a ellos más adelante, quizás en Antequera.
Solano no se anduvo con rodeos. No era muy hablador pero tampoco diplomático.
-¿Considera que estas minas pueden volver a explotarse como antaño?
-Sería bueno. Hay mucha plata en ellas.
Bowles hablaba despacio y remarcando mucho las palabras. Y añadió, con parsimonia, como midiendo mucho lo que decía:
-No será fácil abrir nuevos pozos. Hay mucha agua. Eso dificultará los posibles trabajos. Mañana abriremos uno. A ver qué es lo que nos encontramos.
Bowles y Solano continuaron su charla durante toda la cena. El grueso de la conversación se centró en asuntos técnicos y de intendencia. Pidieron otra jarra de vino, que les pareció delicioso. En muchos momentos, desde la distancia, Juan les observaba.

VIII
Los peones cavaban con dificultad. Estaban a unos cien pies de profundidad en el pozo Campanilla. Y había que cavar otros cincuenta. Les iba a llevar tiempo hacerlo. La cuadrilla era la mejor que había allí en la mina, que sólo tenía abierta desde hacía unos años, un par de pozos de los que se extraía especialmente cuarzo y espato, también algo de plata, pero los trabajos eran a poca profundidad. Desde hacía más de un siglo, cuando se marcharon los Fúcares, las minas no se explotaban de una forma más intensiva. Los banqueros Fugger, o Fúcares cómo se les conocía en España, fueron gente poderosa que se marchó precipitadamente de allí, cuando apareció el agua en las galerías más profundas. Desde entonces los trabajos se habían centrado en las zonas más próximas de la superficie.
Mientras la cuadrilla trabajaba, Bowles examinaba los papeles que se guardaban en el edificio de la inspección. Había varios informes sobre cómo había sido explotada la mina hasta 1635. Y también había dos planes de pozos y galerías. Pidió a Solano que se los tradujera: el primero de ellos, que pretendía abrir once pozos entre ochenta y ciento veinte pies de profundidad, le parecía menos sensato que el segundo, que pretendía abrir diez. Bowles se quedó con ambos planes, pues tenía potestad para ello. Y estudió muchos más papeles. Parte de lo allí escrito estaba en inglés, algunos documentos lo estaban en francés y muchos más, en alemán: Ello facilitaba la tarea a Bowles. Lo que estaba escrito en español, Solano se lo traducía. El geólogo tomás muchas notas. Lo hacía con letra alargada y nerviosa. Leía y releía, anotaba. Volvía a escribir. Preguntaba a Solano qué ponía en cierto papel. Volvía a anotar. Dejaba un legajo, cogía otro, pedía cinco más. Así estuvo toda la mañana, ante la curiosidad, y también desazón, del inspector de la mina, que entendía poco o nada de todo aquello.
Ya bien entrada la tarde, y ante la imposibilidad de continuar los trabajos en el pozo, El geólogo irlandés optó por volver a Guadalcanal a continuar su informe. Se llevó numerosos documentos. El capataz esbozó una tímida protesta, pero desistió ante la cortante mirada de Solano.

IX
Al día siguiente, a mediodía, los peones habían cavado ya el pozo con el que accedieron a la vieja galería del pozo Campanilla. Pudieron acceder a través de ella a la parte más antigua y más. Estaba todo anegado. La madera de las viejas escaleras se había podrido, aunque las galerías parecían mantenerse firmes. Quienes las habían excavado habían hecho un buen trabajo, no cabía la menor duda.
-Tratar de explotar este pozo –explicó Bowles en inglés a su ayudante- obligaría a un enorme esfuerzo de desagüe, lo que llevaría a gastar una cantidad ingente de dinero que no haría rentable su explotación. Cojamos muestras.
Solano trasladó la orden al capataz:
-Dé orden de recoger escombros.
El capataz se mostró solícito. No tardaron mucho en llenar un par de sacos de piedras para su examen. El propio Bowles ayudó en la selección. Y algunas de las muestras recogidas, que despertaron en él un súbito interés, prefirió guardarlas en el en un pequeño sobre que llevaba.
Ya arriba, examinó con detalle las muestras recogidas. Comenzó a dictar a Solano:
-Por lo que hemos recogido, puedo inferir, así de momento, que esta mina se compone de cuarzo, espato blando de color de ratón, pizarra arrehumbrada, hornestein, piritas, algo de plomo y plata, mucha plata…
Luego sacó las muestras más pequeñas que había guardado el mismo en el sobre. Eran un par de docenas de piedras, la mayor de ellas del tamaño de una nuez.
Varias de ellas no llamaron mucho su atención. Pero había otras tres que si parecieron despertar su interés. Las alzó hacia la luz de aquella tarde. Las acercó. Sacó su lupa.
-Esto parece interesante…
A Solano no le parecía que hubiera nada de particular en aquellas piedras. Brillaban al albur de la luz como las demás. Es decir, estaban veteadas de plata. Eso al menos le parecía al ayudante de Bowles. Pero él no era un experto geólogo como el irlandés.
Solano no pudo evitar preguntarle:
-¿El qué, señor Bowles?
-Estos pequeños cristales incrustados en la veta de plata. Me recuerdan  algo que me ha enseñado mi amigo Juan de Ulloa. Pero no quisiera precipitarme. Nos podemos ir ya, señor Solano.


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