viernes, 4 de marzo de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 75


Recordatorio cedido por Antonio Rivero Morente


Después vino un sacerdote. Mi padre había confesado y co­mulgado semanas antes. Es curioso; una vez, estando en San Miguel de la Breña cambiándole el encaje a un mantel de té, pensé «éste servirá para cuando le den la extremaunción a mi padre». Sirvió para convertir en altar el tocador de su habita­ción cuando comulgó. Finalmente llegó la muerte. Estaba yo en mi cuarto, junto al de mi padre, con ambas puertas abiertas. Confieso que no tenía fuerzas para contemplar aquella intermi­nable agonía. Mi hermana, que se había marchado a primera hora de la mañana a su casa, regresó al mediodía.
-«¿Y papá?"
-"Sigue igual." Se asomó a su cuarto. Me llamó:
-"Lola, ven... creo que papá..."
Sí, mi padre había muerto.
-"Ciérrale los ojos, Lola" -me dijo mi hermana sollo­zando."
Le pusimos un traje azul marino, aquél que llevaba en su solapa la Legión de Honor.
Aquella tarde, como la anterior, fue un continuo desfile de amistades.
El entierro tuvo lugar el 28 por la tarde. Publicamos una esquela en el ABC. La redacté yo misma; decía: «Excelentísimo señor don Luis Castelló Pantoja. General de Brigada retirado. Ex Subsecretario del Ministerio de la Guerra. Comendador de la Legión de Honor.» No quise mencionar el cargo de Ministro, bastante caro lo habíamos pagado.
En la mañana del 28 vinieron los Castejón. Quisieron verlo. Lola se paró, medrosa, en el pasillo.
-"¿Está muy desfigurado?"
-"Sólo un poco."
Y ante el ataúd descubierto se echaron a llorar los dos.
Por la tarde volvió Antonio con su ayudante. Se sentó en un diván de la entrada sin hablar con nadie, con expresión abatida y apenada. Pasó varias veces a ver a su general.
Cementerio de San Justo. Ante la fosa abierta mi hermana se abrazó a mí llorando. Yo no podía llorar. Me sentía agotada hasta para eso. El consuelo de las lágrimas vino después. La fosa se llenó de tierra, sobre ella se colocaron dos coronas cuyas cintas decían «A nuestro padre», «A nuestro abuelo». Los niños leyeron la esquela y se pusieron a rezar sin que nadie se lo indicara.
Apareció una breve nota en el diario ABC; yo sabía que era del periodista González Cavada, gran amigo de mi padre. El ha­bía enviado también la noticia a Radio Nacional y Televisión. Allí la reprodujeron con todos sus cargos y condecoraciones. Había muerto como yo siempre deseé que muriese, como un General de España.
Recuerdo unas palabras de Paul Geraldy en el prefacio de uno de sus libros: «Silencio. Mi casa no espera ya visita alguna. Es demasiado grande y todo, o casi todo, resulta superfluo en ella. Mis amigos no son ya casi mis amigos, mis parientes están lejos de mí, felices a su manera. El tiempo marchitó mis amo­res. La página que escribo ¿a quién se la voy a dedicar? Os la muestro, os la dedico, os la tiendo como se tiende una mano, estas páginas auténticas que no son vana literatura sino el mensaje sincero de un alma.»

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