miércoles, 2 de marzo de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 74


Una vez comentó con su primo Pepe a propósito de mí:
-"¡Está hecha un genio! Yo ya estoy preocupado buscando en los anales de la familia a quién ha podido salir, pero por mucho que lo pienso no encuentro. Eso sí, está pendiente de mí pero al menor traspié que cometo ¡una chillería!"
En el verano de 1960 mi hermana y yo estábamos en la finca con los niños. Mi padre no fue aquel año con el pretexto de que el médico quería que siguiera su tratamiento de inyec­ciones. Una mañana entró mi hermana en mi cuarto y me ten­dió una carta de su marido:
-"Lee lo que ha escrito Alberto."
Leí: «Vuestro padre está mal. Me ha llamado Socorro asus­tadísima. Creo que mi deber es comunicároslo y creo que Lola debería marchar a Madrid.» Inmediatamente fui al pueblo y puse una conferencia.
-"No se asuste, señorita, ya está mejor."
-"¿Pero qué ha sido?"
-"Se le ha paralizado la pierna en plena calle. Hable con él, está levantado."
-"¿Quieres que vaya enseguida, papá?"
-"No, no hace falta, estoy muy flamenquillo."
Le escribí una carta: «Miento mal. Podría decirte que esta­ba en Alanís y se me ocurrió hablar contigo. La verdad es que María Luisa recibió carta de su marido en la que le contaba lo sucedido. Regresaré pronto, así que hazme el favor de no salir solo; si te aburres en casa, lo siento, peor es que te ocu­rra algo en la calle y hazte la idea que este invierno tendrás una institutriz severísima.»
Se resignó mejor de lo que yo esperaba, aunque no le hacía gracia que lo tuviese que acompañar a todas partes. Una tarde que fui a buscarlo como de costumbre al Círculo de la Unión Mercantil me presentó muy orgulloso a uno de sus compañeros de tresillo.
-"Esta es mi hija. Es como si fuese mi mujer, mi madre. Lo es todo para mí."
-"Y tu institutriz, papá."
-"Se vengan -dijo su amigo-, se vengan ahora del tiem­po en que los hemos tenido tiesos."
Tenía que ayudarlo en su aseo; lo afeitaba, lo acostaba, aunque aún se valía por sí mismo. En la primavera de 1962 empezó a notar dificultades en su pierna derecha. El médico le recetó inyecciones y ya no volvió a salir a la calle.
-"¿Qué piensas hacer con tu veraneo?"
-"Padre, yo no me iré mientras tú no estés bien."
-" ¡Olé!"
-"Ni olé ni olá. ¿Cómo quieres que te deje?"
Pasó por Madrid un gran amigo suyo de Sevilla y le comen­tó, como si se tratase de algo extraordinario:
-"Carlos, Lolita no se ha marchado a la finca este año, se queda aquí conmigo."
Nunca olvidaré las palabras de Carlos mientras sonreía con dulzura:
-"Son nuestros hijos, Luis, los hijos de nuestra alma. Quizá un hijo no lo haría por ti, pero ella, por el mero hecho de ser mujer, es madre, y cuando estamos enfermos somos como ni­ños y nos cuida como a sus hijos."
Una mañana, ya arreglado y vestido, lo llevé al salón, des­pacito, apoyado en mí. (Tú serás el báculo de mi vejez.) Vino el practicante a aplicarle su inyección; me fui un momento a mi cuarto y al regresar lo encontré caído sobre el respaldo de la butaca, como paralizado, y con la boca abierta en un rictus. -"¡Papá, papá!" -grité.
Comprendí que no podía hablar. Asustadísima, avisé a uno de nuestros vecinos que era médico.
-"Es una trombosis. Vamos a llevarlo entre todos a la cama."
Me dio un medicamento. Por la tarde vino su médico de cabecera. Le conté lo ocurrido y le pregunté si no sería la re­acción de la inyección, pero me respondió que no podía tener ese efecto porque esas inyecciones licuaban la sangre.
Al otro día repitió la reacción, aunque menos fuerte. Al ter­cer día sucedió lo mismo. Esta vez el médico llegó poco después de haberlo llamado.
-"Es extraño. No pueden ser las inyecciones; de todas ma­neras, que no se las vuelvan a poner."
Esta vez la trombosis atacó la pierna válida. Mi padre era un hombre corpulento; sus piernas ya no lo sostenían, no podía levantarse solo del sillón.
-"¿Y cómo has podido tú con él, con lo frágil que pareces?" -me preguntaban los amigos.
Pues sacando fuerzas de flaquezas. Al comienzo tenía aguje­tas en los brazos. No le gustaba quedarse en la habitación, decía que tenía los ojos habituados al salón; pero había días en que no podía trasladarlo hasta allí, días incluso en que tenía que llevar un barreño a su cuarto para asearlo ante la impo­sibilidad de llevarlo hasta el cuarto de baño.
-"¿Cuándo estaré bien?"
-"Eso tú mismo lo irás notando."
No podía decirle que en lo que le quedaba de vida tendría que limitarse a ir de la cama a la butaca y de la butaca a la cama. Para él, que había detestado siempre tener que depender de los demás, el tener que hacerlo ahora le significaba un su­frimiento moral enorme.
-" ¡Qué lata! ¡Qué tostón te estoy dando, hija mía!"
Tal vez era una lata, pero nunca lo quise más que cuando lo tuve viejo y desvalido en mis brazos. Alguna vez confundía el sueño con la realidad, otras perdía la noción del tiempo y se despertaba en la noche pidiendo el desayuno. A veces logra­ba salir de la cama y lo encontraba caído en el suelo.
Los amigos me aconsejaron que contratara un enfermero para que me auxiliara.
-"Aquí no entra un enfermero mientras yo pueda con él." Sabía, sí, que algún día, no por falta de voluntad, sino de fortaleza física, tendría que hacerlo. Una amiga me dijo una vez:
-"Pero Lola, tú eres joven, vas a enterrar tu juventud aquí." Me dieron ganas de preguntarle qué haría ella si su marido estuviera enfermo como lo estaba mi padre.
Avisé a mi hermana; me llamó por teléfono.
-"Si estuvieras sola -le dije- te diría que te vinieses a Madrid, pero con los tres niños meterte en un piso caluroso como el tuyo me parece un crimen."
Mi hermana vino con su marido. Quedó impresionada.
-"¡Pobre papá, cómo está!"
Con ellos habían traído a Antonio. Al despedirse de él mi padre le envió recuerdos y saludos para sus padres. Por decir algo, dijo Antonio:
-"A ver cuándo viene usted por allí, don Luis."
-"¡Ca! Ya no..."
Pese a todo, no perdía su buen humor. Una tarde pasó una amiga nuestra a saludarlo.
-"¿Cómo estás, Luis?"
-"Ya ves, hija, hecho una calamidad. Tengo más faltas que un juego de pelota. Si me rifasen, aunque pusiesen un premio gordo conmigo, no venderían ni una papeleta."
Había días en que su voz era tan débil que aunque pegaba materialmente mi oído a su boca no lograba oírle. Entonces callaba resignado y me besaba la mano. Más de una vez me he encerrado a llorar en mi habitación.
A comienzos de septiembre mi hermana regresó de la finca.
-"¿Querrías tú irte unos días a descansar a San Miguel?"
-"Sí, con la condición de que tú vengas casi todo el día, si no habría que llamar a un enfermero."
Mi hermana tenía marido y tres hijos, no podía dedicarse a mi padre como lo hacía yo, pero me sentía cansada, la enfer­medad podía haber durado meses o años.
-"¿No te importa que me vaya unos días a San Miguel?" -le pregunté a mi padre.
-"No" -respondió.
-"Vendrá María Luisa a cuidarte."
Yo sabía que prefería que me quedase, pero él no quería ser egoísta. Saqué mi billete, pero no estaba tranquila, sentía remordimientos. Un sábado lo noté más caído que de costum­bre; vino el médico, le tomó la tensión y comprobó que la tenía bajísima.
-"Acuéstalo inmediatamente, dale café y este medica­mento." Yo tenía el billete para el jueves, el martes lo anulé. A fines de la semana siguiente había recuperado su tensión normal pero seguía muy decaído, sin fuerzas.
El martes siguiente, a la una de la madrugada estaba escri­biendo en la sala de estar. Me pareció que me llamaba o que tosía. Fui a su cuarto, estaba despierto.
-"¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras mal? ¿Quieres que llame al médico?"
Movió negativamente la cabeza. Avisé al médico; cuando éste llegó afirmó:
-"Está gravísimo, es una trombosis cerebral. Está en coma, no ve, ni oye, ni siente. Voy a ponerle una inyección exponién­dome a que muera mientras se la aplique y como último recur­so le daremos oxígeno. Es duro tener que decirlo, pero no hay esperanzas.
Ya había empezado el estertor de la agonía. Trajeron el oxígeno.
Llamé a mi hermana. Isabel, que aún no tenía cinco años, se despertó y al oír que el abuelo estaba muy mal se echó a llorar.
Mi hermana y yo permanecimos toda la madrugada a su lado pendientes del oxígeno, como nos había indicado el médi­co. No quise acostarme. Mi cuñado comentó más tarde que le sorprendió mi serenidad durante aquella noche. Los nervios estallaron a media mañana, no podía más.
Mi padre seguía inconsciente, respirando gracias al oxígeno. Seguía aquel ronco estertor. Me arrodillé al pie de su cama llorando y llamándolo:
-"Papá, papá."
-"Viens Lola. Tu vas te rendre malade" -me dijo mi cuñado.
Aquella tarde habían quedado unos amigos en visitarme. Me comuniqué con uno de ellos.
-"José María, mi padre está muy grave, encárgate tú de avisarle a los amigos."
Vinieron todos y decidieron quedarse esa noche; era un grupo de tres chicos y tres chicas, se portaron como si fueran mis hermanos. Jamás lo olvidaré. Ellos me sacaron de la habi­tación y me obligaron a tomar algo. Estuvieron con nosotros hasta el amanecer. José María propuso:
-"Vamos a nuestras casas a descansar. Si ocurre algo, que Lola nos avise."
Por la mañana vino el practicante.
-"Ya es inútil que le ponga la inyección."
Luego vino su médico de cabecera, quien anunció:
-"No creo que pase el día."

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