El pasado domingo, día soleado y agradable para pasear por Guadalcanal, dirigí mis pasos (como siempre) a la Plaza de España, que aparecía muy animada, sobre todo de niños pequeños con sus padres.
Como jubilado, junto con dos amigos, me senté en uno de los bancos que había libre, para disfrutar del buen día, después de varios meses de lluvia.
En un momento determinado, uno de los niños –no debía tener más de tres años- extrajo de una de las papeleras que hay en la plaza, un periódico completo, que supongo que un lector tempranero, había depositado en la misma.
Al cabo de poco tiempo, ayudado por otros niños, fueron esparciendo por toda la plaza las hojas del periódico, que en poco tiempo cubrió una parte del suelo de la misma.
Mis acompañantes mi hicieron ver lo que estaban haciendo y yo les tranquilicé diciéndoles que en cualquier momento los padres los pararían y les haría recoger los papeles, o los recogerían ellos, diciéndoles que esto no se puede hacer, incluso, aposté la primera ronda de las cervezas que íbamos a beber.
Perdí la apuesta. Después de pasar un rato jugando, los niños se desentendieron de las hojas del periódico, y éstas siguieron sobre el suelo de la plaza, sin que ninguno de los padres hiciera ademán de retirarlas.
Camino del bar fui cogiendo las hojas que estaban en mi camino y las deposité en la papelera.
El viernes pasado, después de comprar el periódico, me fui a pasear al paseo de El Palacio y observé lo que otros niños –me supongo que más mayores que los del domingo- habían hecho con las farolas y jardines de nuestro Paseo.
No tengo idea de las personas que han visto los desperfectos que han ocasionado los actos vandálicos, pero no quiero volver a perder la apuesta con mis amigos, apostando por los padres que hayan preguntado a sus hijos, si ellos han participado en el destrozo que hay en El Palacio.
Realmente, el inicio de este pequeño artículo, debería haber tenido otra forma o modo de comenzar, pero hoy –que han transcurrido más de cuarenta años- todavía me causa vergüenza contarlo.
A principios de los años setenta del pasado siglo, marché –como tantos andaluces y extremeños- a trabajar a Barcelona, donde permanecí alrededor de tres años. Uno de los veranos, fui con un amigo a la playa y cuando llegó la hora de comer, nos preparamos un bocadillo, con algún pescado en conserva. Mi amigo, aunque había unos cubos muy cerca, sin embargo tiró la lata vacía a la arena de la playa, motivo por el que iniciamos una discusión bastante acalorada.
Cerca de nosotros se encontraba una joven extranjera tomando el sol en su toalla y en un momento determinado se levantó y dirigiéndose al lugar donde mi amigo había tirado la lata, la cogió, se dirigió al contenedor de basura y la depositó en él. Después se dio la vuelta y tranquilamente, sin decir una sola palabra, se volvió a tender en su toalla y siguió tomando el sol.
Como jubilado, junto con dos amigos, me senté en uno de los bancos que había libre, para disfrutar del buen día, después de varios meses de lluvia.
En un momento determinado, uno de los niños –no debía tener más de tres años- extrajo de una de las papeleras que hay en la plaza, un periódico completo, que supongo que un lector tempranero, había depositado en la misma.
Al cabo de poco tiempo, ayudado por otros niños, fueron esparciendo por toda la plaza las hojas del periódico, que en poco tiempo cubrió una parte del suelo de la misma.
Mis acompañantes mi hicieron ver lo que estaban haciendo y yo les tranquilicé diciéndoles que en cualquier momento los padres los pararían y les haría recoger los papeles, o los recogerían ellos, diciéndoles que esto no se puede hacer, incluso, aposté la primera ronda de las cervezas que íbamos a beber.
Perdí la apuesta. Después de pasar un rato jugando, los niños se desentendieron de las hojas del periódico, y éstas siguieron sobre el suelo de la plaza, sin que ninguno de los padres hiciera ademán de retirarlas.
Camino del bar fui cogiendo las hojas que estaban en mi camino y las deposité en la papelera.
El viernes pasado, después de comprar el periódico, me fui a pasear al paseo de El Palacio y observé lo que otros niños –me supongo que más mayores que los del domingo- habían hecho con las farolas y jardines de nuestro Paseo.
No tengo idea de las personas que han visto los desperfectos que han ocasionado los actos vandálicos, pero no quiero volver a perder la apuesta con mis amigos, apostando por los padres que hayan preguntado a sus hijos, si ellos han participado en el destrozo que hay en El Palacio.
Realmente, el inicio de este pequeño artículo, debería haber tenido otra forma o modo de comenzar, pero hoy –que han transcurrido más de cuarenta años- todavía me causa vergüenza contarlo.
A principios de los años setenta del pasado siglo, marché –como tantos andaluces y extremeños- a trabajar a Barcelona, donde permanecí alrededor de tres años. Uno de los veranos, fui con un amigo a la playa y cuando llegó la hora de comer, nos preparamos un bocadillo, con algún pescado en conserva. Mi amigo, aunque había unos cubos muy cerca, sin embargo tiró la lata vacía a la arena de la playa, motivo por el que iniciamos una discusión bastante acalorada.
Cerca de nosotros se encontraba una joven extranjera tomando el sol en su toalla y en un momento determinado se levantó y dirigiéndose al lugar donde mi amigo había tirado la lata, la cogió, se dirigió al contenedor de basura y la depositó en él. Después se dio la vuelta y tranquilamente, sin decir una sola palabra, se volvió a tender en su toalla y siguió tomando el sol.
A veces, no hacen falta tantas palabras, para aprender una gran lección.
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