Los Alabarderos
Artículo de Antonio Burgos
Publicado en la Revista de Semana Santa de Guadalcanal año 1962
Bajo plumas vistosas y temblonas, entre latas, relucientes a trancas y barrancas, vestido el ropón de terciopelo, que aún olía a la flor de la naftalina –abierta todo el año en el fondón de un armario familiar y nostálgico-, calzadas las sandalias que mal que bien simulaban sobre el suelo el paso legionario, cubiertas las piernas con las mismas medias color carne que en las tardes de toros impedían ver el miedo que corría por las piernas de los asendereados peones a tres cuarto el capotazo, allí iban ellos ascendiendo los últimos empedrados. Senado y Pueblo Romano, todo en una pieza, dando alegría verdadera y fingida romanizada la Semana Santa del Pueblo, la que Anfión nunca había visto y presentía ahora desde la nostalgia de la ciudad, precisamente cuando en El Paraíso empezarían a verdear los primeros árboles y en la Plaza empezaría a brotar el azahar, mientras las campanas seguirían llenando con sus tañidos las tardes de muerto, yendo Villita enfrascado en cantar con voz atinajada los versículos del Miserere, abriendo Víctor el Tonto la fúnebre comitiva –porteador del estandarte negro y extraño- calle Libitiana adelante, y preparando el Pregonero la tierra que cubriría durante siglos al muerto reciente, que vuelve el polvo al polvo, y –tire por donde tire- gira siempre el año sobre sí mismo y viene por fin a parar sin más remedio en la Semana Santa, nada más aflorar la primavera por detrás de las sierras del horizonte.
Pensaba Anfión en los “alabarderos” y no podía figurárselos. Y en su soledad creaba un extraño sonido, que podía ser el de sus tambores, o era despertado a veces por unos metálicos cantos de gallo, que muy bien podían ser sus clarines estridentes. Pasarían los “alabarderos” por delante del Casino, marcaría la chiquillería el paso en la esquina de la calle de las Sombras, junto a la plaza de Abastos (“Abasto”, según rezaba oficialmente su azulejería) y habría en esa misma calle de las Sombras una muchacha triste de ojos entornados que lloraría ausencias imposibles, mientras que –en la ciudad- Anfión recordaría aquel mundo y se dolería de que nunca más pudiera regresar a él, lo mismo que nunca más podría tomar en “La Esquina” –la tasca en cuya pared colgaban el pizarrón del cine de verano- una caña de blanco el muerto que con tanta, tan alta y tan bien pagada campanería había sido enterrado en una primera tarde de setiembre, cuando en El Llano se empezaba a levantar el esqueleto de la feria y medía “Trócolez” –gorra municipal, bastón y cinta métrica en la mano- el terreno que habrían de ocupar los “güitomas”, la yerba que arrancarían nuevo caballo de Atila las “carmelas” o la tierra sobre la que durante varias noches habrían de girar incansablemente y ruidosamente las “burras guasonas”
Pensaba Anfión en los “alabarderos” y allá iban ellos desfilando procesionalmente por su memoria –lo mismo que “el Amarrao”, los verdes, los blancos, los moraos, los negros la Soledad, el Santo Entierro o Nuestro Padre Jesús- y no eran más que puras teorizaciones de una Semana Santa que nunca había visto transcurrir entre los olivos, ya que cuando él iba al Pueblo –¡ay, infancia que no vuelve!- era en verano, cuando paseaba la gente por el Paraíso o subía la Banda Municipal jolgoriosamente por la calle de las Piedras (hoy del Poeta Romántico) llenando la alborada del diecinueve de agosto con notas de pasodobles tristes, que también se pone triste la música que de por sí es alegre en cuanto se pone a conmemorar el recuerdo de los muertos antiguos y de las guerras injustas. Pensaba Anfión en los “alabarderos” y allá iban ellos subiendo por las últimas calles bajo sus plumas vistosas que hacía ondear el viento de la sierra, entre unas armaduras de lata que en sidol y bicarbonato se habían encargado de desenmohecer y hacer relucir a trancas y barrancas, vestidos con los ropones de rojizo terciopelo que aún olían a la largamente florecida naftalina y calzados con las sandalias que mal que bien simulaban el paso romanamente legionario sobre los empedrados y las calles lloviznadas de gotones de cera, mientras tenías las piernas cubiertas con las mismas medias color carne que llevaban los toreros que aquella vez fueron al Pueblo en la apenas recortada feria del año cincuenta y dos, pocos años después de la batalla campal entre gitanos, en la que tan gloriosa y decididamente actuara “Trócoles” aquel año en que vinieron unos señores de Madrid y montaron en El Llano una improvisada, portátil y desmontable plaza de toros.
Publicado en la Revista de Semana Santa de Guadalcanal año 1962
Bajo plumas vistosas y temblonas, entre latas, relucientes a trancas y barrancas, vestido el ropón de terciopelo, que aún olía a la flor de la naftalina –abierta todo el año en el fondón de un armario familiar y nostálgico-, calzadas las sandalias que mal que bien simulaban sobre el suelo el paso legionario, cubiertas las piernas con las mismas medias color carne que en las tardes de toros impedían ver el miedo que corría por las piernas de los asendereados peones a tres cuarto el capotazo, allí iban ellos ascendiendo los últimos empedrados. Senado y Pueblo Romano, todo en una pieza, dando alegría verdadera y fingida romanizada la Semana Santa del Pueblo, la que Anfión nunca había visto y presentía ahora desde la nostalgia de la ciudad, precisamente cuando en El Paraíso empezarían a verdear los primeros árboles y en la Plaza empezaría a brotar el azahar, mientras las campanas seguirían llenando con sus tañidos las tardes de muerto, yendo Villita enfrascado en cantar con voz atinajada los versículos del Miserere, abriendo Víctor el Tonto la fúnebre comitiva –porteador del estandarte negro y extraño- calle Libitiana adelante, y preparando el Pregonero la tierra que cubriría durante siglos al muerto reciente, que vuelve el polvo al polvo, y –tire por donde tire- gira siempre el año sobre sí mismo y viene por fin a parar sin más remedio en la Semana Santa, nada más aflorar la primavera por detrás de las sierras del horizonte.
Pensaba Anfión en los “alabarderos” y no podía figurárselos. Y en su soledad creaba un extraño sonido, que podía ser el de sus tambores, o era despertado a veces por unos metálicos cantos de gallo, que muy bien podían ser sus clarines estridentes. Pasarían los “alabarderos” por delante del Casino, marcaría la chiquillería el paso en la esquina de la calle de las Sombras, junto a la plaza de Abastos (“Abasto”, según rezaba oficialmente su azulejería) y habría en esa misma calle de las Sombras una muchacha triste de ojos entornados que lloraría ausencias imposibles, mientras que –en la ciudad- Anfión recordaría aquel mundo y se dolería de que nunca más pudiera regresar a él, lo mismo que nunca más podría tomar en “La Esquina” –la tasca en cuya pared colgaban el pizarrón del cine de verano- una caña de blanco el muerto que con tanta, tan alta y tan bien pagada campanería había sido enterrado en una primera tarde de setiembre, cuando en El Llano se empezaba a levantar el esqueleto de la feria y medía “Trócolez” –gorra municipal, bastón y cinta métrica en la mano- el terreno que habrían de ocupar los “güitomas”, la yerba que arrancarían nuevo caballo de Atila las “carmelas” o la tierra sobre la que durante varias noches habrían de girar incansablemente y ruidosamente las “burras guasonas”
Pensaba Anfión en los “alabarderos” y allá iban ellos desfilando procesionalmente por su memoria –lo mismo que “el Amarrao”, los verdes, los blancos, los moraos, los negros la Soledad, el Santo Entierro o Nuestro Padre Jesús- y no eran más que puras teorizaciones de una Semana Santa que nunca había visto transcurrir entre los olivos, ya que cuando él iba al Pueblo –¡ay, infancia que no vuelve!- era en verano, cuando paseaba la gente por el Paraíso o subía la Banda Municipal jolgoriosamente por la calle de las Piedras (hoy del Poeta Romántico) llenando la alborada del diecinueve de agosto con notas de pasodobles tristes, que también se pone triste la música que de por sí es alegre en cuanto se pone a conmemorar el recuerdo de los muertos antiguos y de las guerras injustas. Pensaba Anfión en los “alabarderos” y allá iban ellos subiendo por las últimas calles bajo sus plumas vistosas que hacía ondear el viento de la sierra, entre unas armaduras de lata que en sidol y bicarbonato se habían encargado de desenmohecer y hacer relucir a trancas y barrancas, vestidos con los ropones de rojizo terciopelo que aún olían a la largamente florecida naftalina y calzados con las sandalias que mal que bien simulaban el paso romanamente legionario sobre los empedrados y las calles lloviznadas de gotones de cera, mientras tenías las piernas cubiertas con las mismas medias color carne que llevaban los toreros que aquella vez fueron al Pueblo en la apenas recortada feria del año cincuenta y dos, pocos años después de la batalla campal entre gitanos, en la que tan gloriosa y decididamente actuara “Trócoles” aquel año en que vinieron unos señores de Madrid y montaron en El Llano una improvisada, portátil y desmontable plaza de toros.
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