Un
nuevo Episodio Guadalcanalense por Jesús Rubio
I
Laboratorio
del Jardin Du Roy. París, Francia.1806
Monsieur Vauquelin analizó la muestra
con la lupa. Buena plata, sin duda. Pero
a través del cristal se adivinaba algo más. Incrustados, se podían apreciar
ciertos fragmentos, apenas unos gránulos, de otro material. Vauquelin, en esos
momentos el mejor químico de Europa, sospechaba qué podía ser: platino. Pero había que demostrarlo, así que dispuso todo su
material para ello. No tardaría mucho en saberlo.
II
Guadalcanal,
Extremadura. 54 años antes.
Juan se quedó mirando al visitante.
No podía apartar la vista de su pelo rojizo. Estaba claro que aquel hombre no
era español. A Juan aquello le llamó mucha la atención, aunque, en verdad, no era tan extraño. Las minas habían llevado
hasta el pueblo gente de muchas tierras. No es que fuera algo que se viera todo
los días en Guadalcanal, pero tampoco una rareza, vamos. Algún ingeniero alemán
de vez en cuando aparecía por el pueblo para procurarse víveres, ropa o
material. También para enviar cartas. Eran rubios y de piel blanca. También se
había visto por allí a algún que otro francés o inglés. Iban y venían con
cierta regularidad. Eran ingenieros o mineros que iban a Pozo Rico, atraídos
por la plata. Pero Juan era la primera vez, a sus diez años, que veía a alguien
con un pelo tan rojo.
El individuo venía acompañado de otro
hombre, que sí parecía español, con porte muy elegante. No eran viajeros al
uso. Hasta para Juan, con solo once años, eso era evidente.
El visitante sonrió. Estaba claro que
estaba acostumbrado a que su cabellera rojiza, llamara la atención. Guiñó un
ojo a Juan. El hombre que estaba a su lado, que, efectivamente, era español,
preguntó:
-¿Dónde está el posadero, niño? Este
hombre es un importante caballero y está muy cansado.
-Ahora… ahora le llamo.
Juan no podía apartar la vista de
aquel hombre. Corrió hacia el corral de la fonda. Allí estaba su padre,
bregando con uno de los mozos que servían en la casa. Al poco, Juan y su padre,
volvieron al zaguán.
-Ustedes me dirán.
-Una habitación para este hombre, que
está aquí en nombre del Rey.
III
William Bowles tenía poco más de 30
años cuando llegó a Guadalcanal. Había comenzado su viaje unos meses atrás,
tras conocer, en 1752 a
Antonio de Ulloa, un marino y científico español que había sido el
lugarteniente del legendario Jorge Juan a la expedición geodésica al Perú.
Ulloa y Bowles se habían conocido en París, en la Academia de Ciencias, en
aquel tiempo la más prestigiosa del mundo. Ulloa había convencido a Bowles para
que se trasladara a Madrid, pues el rey Carlos III, obsesionado con incorporar
a España a la modernidad, había aceptado la creación de un gabinete de historia
natural. “Y es tan rico que ya en su
nacimiento puede competir con los más famosos de Europa”, escribió Bowles en
su diario al poco de estar instalado ya en España.
Pero pronto la misión de Bowles fue
otra. Era irlandés, lo mismo que Ricardo Wall, embajador español en París. Wall
y Bowles simpatizaron. De sus conversaciones surgió la nueva tarea del geólogo:
visitar las minas de Almadén. Y apenas unos días después, la operación se volvió
aún más ambiciosa: recorrer las principales minas españolas y realizar un
exhaustivo informe sobre su estado y sus posibilidades de explotación. España
ambicionaba volver a ser una gran potencia. Para ello, explotar con mejor
aprovechamiento sus recursos naturales era primordial. Bowles aceptó sin
pensárselo.
Y por eso allí estaba ahora. En
Guadalcanal.
Habían llegado tras medio día de viaje
desde Zalamea. Unos días antes, el geólogo nacido en Cork había partido desde
Almadén. Llegó a la Puebla
de Alcocer. De allí pasó a Orellana, Navalvillar, Logrosán y atravesó la Sierra de Guadalupe.
Después volvió a Orellana y desde allí marchó hasta Zalamea de la Serena. Tras
inspeccionar la mina de plata que allí había, partió hacia Guadalcanal.
IV
Cenó poco. Estaba cansado. Pero, a la
luz del candil, y como era su costumbre, no podía conciliar el sueño si antes
no apuntaba lo visto para el viaje. Eso le permitía adelantar el trabajo de su
proyectada obra, que iba a titular Historia
Natural de España, y, además, ordenaba sus pensamientos. Por muy fatigoso
que fuera el viaje, no podía dormir si antes no lo hacía.
“Desde
aquí en cuatro horas llegamos a Guadalcanal por un llano y unas colinas que hay
hasta el pie de Sierra Morena, de la cual se andan dos leguas antes de entrar
en dicha villa, que tendrá de setecientos a ochocientos vecinos. Hay en sus
cercanías abundancia de zumaque, cuya hierba se corta en el mes de agosto, y su
tallo, hojas y flores se muelen, y llevan a vender a Sevilla para curtir cueros”.
El geólogo se llevó la mano a los
riñones. Le dolían. Estaba muy cansado. Aún así, siguió escribiendo:
“Las
cimas montañas de Sierra Morena alrededor de Guadalcanal son todas redondas
como bolas, juntas unas con otras, y casi de la misma altura: en lo cual se
diferencian de las restantes de España, que, por lo regular, son puntiagudas,
especialmente las de los Pirineos, donde se levantan picos sobre picos,
pudiendo estas compararse al mar agitado de una borrasca; y las de Guadalcanal
a la uniformidad de las olas en tiempo bonancible y sereno”.
Bowles quería terminar sus
impresiones sobre el paisaje que había visto hasta llegar a Guadalcanal antes
de acostarse, tarea que no le llevó mucho tiempo. Al poco, se retiró a
descansar. Al día siguiente había que salir muy temprano. Había que ir a la
mina de Pozo Rico.
V
París.
Jardín Du Roy. 1806
Monsieur Vauquelin ya tenía preparada
el agua regia y los otros ácidos para la separación del platino. Hacía tiempo
que la discusión sobre si este material era un metal nuevo o una aleación de
hierro y oro se había zanjado. El conde de Buffon era el máximo enemigo de la
teoría de considerar al platino como un metal nuevo. Pero muchos otros habían
aportados muestras suficientes, años después, para demostrar que el platino
existía por sí mismo, una vez separado de la gran variedad de metales con los
que aparecía combinado en la naturaleza.
VI
Guadalcanal,
Extremadura. 54 años antes.
El aire de la sierra golpeaba al
irlandés. Al menos, se consoló, no llovía. Pero el ambiente era húmedo.
Convenía no demorarse. Al poco de iniciado el camino, las primeras luces del
alba empezaron a teñir de lilas y amarillos los perfiles de los cerros. Las
mulas avanzaban con calma por los caminos, todavía blandos por las lluvias de
días anteriores.
Tanto daba que se las azotara. No
cambiaban el paso. Al fin, a primera hora de la mañana, llegaron a la mina.
El irlandés respiró profundamente.
Difícil encontrar aire más puro. Empezó a hablar con su acompañante, quien,
acto seguido, empezó a dar órdenes a la cuadrilla de mineros que habían sido
puestos a sus disposición. Había que prepararlo todo para bajar cuanto antes.
Era mucho el trabajo que había que hacer y muy poco el tiempo.
Eligieron el pozo que se llamaba
Campanilla. Primero marchaba uno de los mineros más veteranos, un hombre muy
delgado y enjuto, de vivos ojos azules y de movimientos ágiles. Al irlandés se
le asemejó a un gato. Durante buena parte de recorrido, Bowles siguió los
movimientos de aquel hombre: conocía aquello con la palma de la mano y pisaba
como si tuviera miedo de despertar a algún ogro dormido en lo más profundo de
aquellas galerías. No pudo sino admirarle. Tras aquel minero iba el capataz, y,
en seguida, Bowles y su asistente. Detrás todos los demás, media docena de
hombres, con picos, palas y azadas y el resto de material para abrir más pozos
y zanjas si el agua, abundante en esas profundidades y más en esa época del año,
lo permitía.
De vez en cuando, el geólogo se
paraba. Su asistente le sujetaba la lámpara para que pudiera hacer alguna
mínima anotación. Casi se podía tocar la humedad de las galerías.
Bowles miraba, escudriñaba y tomaba
muestras. Hubo algo que le llamó especialmente la atención:
-Cuarzo. Es extraño. No es fácil
verlo en estas betas. En España no lo había visto hasta ahora.
Siguieron andando. Finalmente, se
encontraron con agua. Ya no se podía seguir, pero para el irlandés era
suficiente: podía hacerse ya una idea de la importancia del pozo.