miércoles, 29 de junio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 1


AYALA Y SU ÉPOCA

Datos extraídos del estudio preliminar de las obras completas de López de Ayala, de la Biblioteca de Autores Españoles, realizado por José Mª Castro y Calvo.
Es autor de este estudio preliminar nació en (Zaragoza, 1903 - Barcelona, 25-VII-1987). Catedrático de la Universidad de Barcelona desde 1942. Cursó estudios de Medicina, en los que se doctoró (con una tesis sobre Miguel Servet) en 1931, y los simultaneó con los de Letras, que acabó siendo su dedicación única. Ha consagrado varios trabajos a la obra de Don Juan Manuel, a temas aragoneses (la obra de los Argensola, las justas poéticas zaragozanas del XVI...), y ha escrito una Historia de la literatura española (1967). Pero más que en la filología académica, la vocación de Castro se encuentra en la frecuentación y la creación de literatura. Admirador de «Azorín», cultiva una prosa evocativa, menos rígida que la de su maestro, irónica a veces y dada al patetismo otras, en trabajos breves que comparten rasgos del cuento, el ensayo y la divagación: Ante el misterio y otros ensayos (1955), El agualí (1972), etc. Es autor de unas sugestivas memorias, Mi gente y mi tiempo (1968), que reflejan con detalle y no poca sorna el mundo universitario zaragozano de los años veinte y treinta


Cuando nos parece que el teatro ha entrado en la fase última y decisiva de su decadencia, no deja de sorprender que la Biblioteca de Autores Españoles dedique un volumen a uno de los dramaturgos del siglo XIX. Pero es evidente que, si de un lado, debemos conceder primacía a la obra pretérita, más pegada a nuestro momento, no es posible cerrar las puertas de la publicación a todos aquellos escritores cuyas ediciones no son fáciles y asequibles, y han tenido, por otra parte, su importancia, si no mérito mayor, por lo menos, como eslabón de enlace con la tradición dramática. Otro criterio eliminaría, según las normas restrictivas, una porción de autores, y con ello la historia de nuestro teatro quedaría reducida a las grandes, primeras y más significadas figuras, anulando muchas otras que sino fueron tan importantes, o el tiempo ha ido restándoles méritos, forman el acervo común de cada época; y bien sabido es que los grandes maestros viven del fervor de sus escuelas.

Sobre nuestras letras del siglo XVIII y del siglo XIX ha caído con demasiada pesadez la palabra «decadencia», sin duda como si fuera patronímica exclusiva de estos siglos; todo cuanto se viera a la luz de estos conceptos debe ser relegado a segundo lugar. No se ha tenido en cuenta que tras los períodos de esplendor es inevitable que el agotamiento sirva de enlace con otros, prometedores de buenos augurios, y que dentro de ellos encontraremos siempre las finas esencias de los principios creadores.

Esta es la razón fundamental de que hoy aparezcan en nuestra Biblioteca las Obras Completas, conocidas hasta hoy, de don Adelardo López de Ayala.

Inspirados por los conceptos arriba expresados, creemos que son, no diremos imprescindibles, pero sí de importancia para la historia de la dramática del siglo XIX en sus relaciones con sus tiempos modernos. Sin concederle ni mucho menos aquella encendida admiración, hija en muchas ocasiones de interesadas conveniencias, valoramos su obra, no ya en relación tan sólo a la persona y a su época, sino a la evolución que sufre el teatro español, durante estos años, para llegar al actual momento. Piénsese, sin ir más lejos, en la antinomia que supone la posición de García de la Huerta, o de Nicolás Fernández de Moratín, contemplando el arte dramático entre desengaños y desprecios, y el arte cuidado de Leandro Fernández de Moratín, que en medio de aquel ir y venir de corrientes aristotélicas y neoclásicas, intenta salvar el prestigio del teatro español en lo que tiene de histórico y tradicional, y, al mismo tiempo, sin apenas saber cómo y porqué, surge, en la comedia sencilla, el fracaso del criterio aleccionador, y nace la comedia romántica, que ya mejor diríamos moderna, en la mayor amplitud de temas y costumbres. Piérdese, por decirlo así, el cartón de las unidades regladas y al mismo tiempo se gana, de una vez, en ternura y humanidad; muere el énfasis y nace el sentimiento.

Pero viene después el giro violentamente romántico; otra vez los gritos, los apóstrofes, los claros de luna, la necrofilia, en fin, el serial de la fiebre romántica. La epidemia pasa; Hartzenbusch y García Gutiérrez, desconfían, una vez más, de que la dramática sea eso. Y cuando después se produce una reacción antirromántica, en los últimos momentos del romanticismo, entonces se piensa en que deben buscarse dos cabeceras solemnes: Shakespeare y Calderón, y surgen las dos dramáticas, encargadas de esta resurrección: Tamayo y Ayala. Del primero aún nacerá el drama romántico en verso, en Zorrilla o, más tarde, en Villaespesa y Marquina, último refugio del teatro de tipo heroico, con brillantez de guardarropía; del segundo, en especial de su última época, nacerá la comedia moderna, con filosofía de salón, en Benavente y Linares Rivas.

¿Merece que editemos de nuevo a López de Ayala? No le olvidemos presente en la política, en la poesía y en el arte de su época, metido en todo ello como el que más. El poeta nos parecerá hoy tan sólo de álbum y abanico; a lo más, el amigo de Arrieta, a quien dedica una Epístola, que no vacila Menéndez Pelayo en incluir en Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana. En el arte, centró su mayor afán en descubrir a Calderón, como antes habían hecho Schlegel y Bóhl de Faber. Sostuvo amores con una famosa actriz, intérprete de sus obras. Hombre de teatro, pues, a quien nada de lo humano puede serle ajeno. Y como político, siempre estuvo en la palestra, con su pequeño y delgado maquiavelismo, con inusitada capacidad para la intriga; con una irrebatible audacia, hasta llevarle a los primeros puestos y pronunciar la oración fúnebre por la muerte de la Reina.

Sí, todo eso son cualidades que podríamos llamar positivas y de mérito en Adelardo López de Ayala; cualidades que, evidentemente, han exagerado sus amigos y servidores, y que han utilizado para crear una atmósfera de halago interesado, con tufo político de bajo caciquismo; pero los que, desde la otra frontera, han visto la realidad, descubrieron el orador hinchado y vacuo, el eterno intrigante que no vacila en el camino, sea el que fuere; el solterón que muere, casi abandonado, de una afección bronquial que le ha durado toda la vida.

Jacinto Octavio Picón hace un elogio del escritor, intentando dar la medida justa, en tanto que Valle-Inclán, de gran capacidad para la metáfora, le coloca aquella del «gallo polainero». Difícil resulta hoy, tan lejos de aquel mundo, y tan próximos al análisis de lo infrasocial, tratar de un personaje de bigote y perilla, más cerca del actor de carácter, sin que la brújula se tuerza. Cierto es que precisamente la lejanía nos permite una mayor libertad de expresión y también, digámoslo de una vez, una más profunda perspectiva.

El hombre y el escritor saldrán aquí, en este estudio preliminar, en eL cual no quisiéramos perder ni el pulso, ni la serenidad, para hacerlo, y, al mismo tiempo, desbrozar, entre cuanto hubiese de malo, lo que de bueno pueda hallarse; es decir, descubriremos el mensaje de Ayala. Después de todo, a vueltas de sus luchas, sus intrigas y su fiebre creadora, encontraremos el reflejo de una sociedad; una sociedad que él mismo calificó de mala, y que en nombre de los viejos principios del teatro español clásico quiere rectificar.

Esto es muy importante, sin duda, y en cuanto a si Ayala acertó o no con la forma de expresión, en verdad, esto ya es harina de otro costal; la crítica moderna tendrá la palabra; pero para que esta palabra sea justa y adecuada habrá de estar en relación con la época y el tiempo, nunca desguazarla de los mismos.

Sin embargo, la pregunta especial, en torno a este teatro, es si en medio de su pompa declamatoria representó acertadamente un modo y una época, un alma y unas costumbres. Sabido es que no el arte dramático, sino la literatura, no pueden representar de un modo exhaustivo y fiel el ambiente. «No hay que buscar en el teatro el pensamiento fiel de una sociedad, ni el estado de una moral práctica, ni sus sentimientos privados, sus emociones reales. Por mucho que influyan, hay siempre una refracción que los altera al pasar a la obra de arte»[1]. Esto pudo ocurrir con el teatro de Ayala, y el público -su público- aplaudía esa misma deformación óptica, creyéndola sincera. Pudo pensar cuál era su público y dónde se encontraba; pudo, en último término, crearlo a su modo y manera, y el arte dramático de este autor de perilla significaría un tránsito entre dos estados de sociedad y de imaginación. La sociedad vivía demasiado pegada a unas realidades concretas: mundo de las finanzas, conspiraciones, alzamientos y atentados; fastuosidad de Salamanca y del Duque de Osuna; dos modos también de riqueza que, a la postre, confluirían; lo mismo la que nacía de la actividad industrial personal, que la de los grandes de España. Este mundo es, quizás, el más sincero y adecuado al arte de Ayala; suenan bien los ditirambos y las frases declamatorias, los apóstrofes, los mimos de gata de Angora, las pérfidas combinaciones del adulterio y de una moral corrompida, en los salones de quinqué, o luces de gas, entre palmeras y cornucopias, sillerías de ébano y damasco, damas de miriñaque, pálido el rostro de albayalde, entre joyas y brocados, y, como fondo, la música del vals. Al mismo tiempo que se desenvolvía la vida fastuosa de los salones, el drama rural, tal y como lo habían percibido en la baja Andalucía los escritores costumbristas, mostraba una dilatada gama, capaz de crear españoladas entre toreros y bandidos. Sin embargo, preciso es reconocerlo, Ayala no vio nada de eso; su patria, lejana, no le pudo jamás ofrecer este incentivo, sino el pasado, y se le alzó el coloso del teatro clásico, Calderón; y en el presente, la dorada sociedad, encendida y acuciada por la fiebre del oro. Nada más y nada menos que una vuelta al clasicismo, como un último romántico, y un oreo a la alta sociedad moderna, como creador del teatro español contemporáneo; en los dos existía la refracción, y las cosas se veían un tanto desviadas; hacia la grandilocuencia, unas veces, y otras, al diálogo bien construido, a base de frivolidades en apariencia, aunque en el fondo siempre tratando de descubrir el nexo de la vida que le tocó vivir.

Se ha criticado mucho a López de Ayala su dúplice balanceo entre la política y la literatura, dando a entender que la vida y la obra de este personaje era una especie de vasos comunicantes, con niveles oscilatorios, y entre los dos, conjuntada, su obra. Quizá con la experiencia del hombre de Estado, a lo largo de su vida política, no descubriera el haz y el envés de aquel su mundo. Y también, y este es un aspecto negativo de Ayala, sin la continua agitación y zozobra, su producción fuera mucho mayor y más cuidada. El académico, que aparece tan consecuente en Ayala, sin la fase política de su vida, tuviera mayor participación.


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