miércoles, 21 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 43

Y, por último, no debe olvidarse que el romanticismo, en su empuje creador, halló modelos clásicos que exhumar; ya no trató, como el neoclasicismo, de silenciar los grandes maestros, porque sabía que el hecho romántico había tenido su vigencia mucho antes en la obra de Calderón. De lo que se trató fue de acentuarlo y acomodarla a la sociedad de su tiempo. Parece así que una de las tónicas más acentuadas de los escritores era una vuelta a la realidad; pero esta vuelta a la realidad, no quedaría reducida al área estricta del costumbrismo, sino de su aspecto brillante, fiel a unas consignas caballerescas, testimonio de su moral; la sociedad, tal y como la habían pintado los costumbristas, tenía mucho de realista: reproducción fiel de los cuadros. No intentaba corregir; el Solitario, Trueba, Fernán Caballero, lo son por sí: para descubrir en los costumbristas el flagelo moral hay que llegar a la curiosa antología: Los españoles pintados por sí mismos[1], y a los artículos de Larra. Este sentido moral y crítico, se desarrolló preferentemente en el Teatro. Claro que el germen primero, lo encontramos en el propio Leandro Fernández de Moratín, en quien, par otra parte, debe verse el de la comedia romántica.

En tal estado de cosas, le correspondió al poeta Ayala uno de los mejores momentos de su intervención literaria. Es muy aventurado emitir un juicio que pueda parecer definitivo en cuanto a su valoración, toda vez que da la impresión de que si el momento le fue muy oportuno, en cambio no lo supo aprovechar, de tal suerte, que su obra pueda ponerse por modelo entre las de su época. Su papel de enlace y transmisor del movimiento literario parece fuera de duda y, en ese aspecto, ni romántico, ni antirromántico, sino manteniendo un criterio ecléctico. Ayala es, sin embargo, uno de los escritores que más han influido sobre el teatro contemporánea. Tras él, siguiendo el camino de la moralización en la comedia, ya calificada de alta, encontraremos la obra de Enrique Gaspar reducida a límites de contornos esenciales y realistas, y, hasta el mismo Echegaray y Sellés en el momento neorromántico, y después en los dramáticos contemporáneos: Benavente, Linares Rivas, Martínez Sierra, y toda la comedia de la primera mitad del siglo XX[2].

Por su condición de gobernante estuvo en relación con los escritores de su época; muchos de ellos protegió y ayudó, en cuanto estuvo en su mano. Y el prestigio alcanzado en el teatro, a raíz de su primer estreno, le mantuvo hasta el final, cuando en vísperas de su muerte da a conocer su última obra[3].

La producción hoy conocida, can todo, no es extensa; queda reducida a catorce obras de teatro: dramas, comedias y zarzuelas; un tomo de poesías y de proyectos de comedias, un discurso acerca del teatro de Calderón[4]; la novela Gustavo y un Epistolario inédito[5]. Dejamos aparte sus discursos políticos. Poca producción para su mucha resonancia; al fin, como uno de las hombre más representativos del saber enciclopédico; en consecuencia, Ayala ha sido sobre todo político y, precisamente por ello: orador, poeta, prosista, dramaturgo, y en todo hombre de acción, en aquel medio siglo que duró su vida.

El orador

Es una de las primeras y más destacadas cosas que fue Ayala. Difícilmente hubiera podido abrirse camino en aquella época de brillantes torneos literarios, sin esta cualidad de saber hablar bien. El la poseyó en alto grado. Ya en la mocedad, las proclamas y arengas, y hasta los versos en la Universidad de Sevilla, para levantar a los escolares contra una disposición del Claustro, tenían el carácter de oratoria; pero después, en el 68 y en las Cortes del 69, fue donde Ayala empezó a ganar categoría de orador. Cosa difícil, y de consiguiente, más meritoria; destacarse en una tribuna, en la cual, hablando de su calidad, se trataba de parangonar con la Asamblea legislativa francesa, bajo Mirabeau, Barnave, Gregoire o Robespierre. Con la particularidad que, lo variado de su composición, era un aliciente para el ingenio y agudeza de la expresión. Cada orador tenía su modo y manera; Moret y Castelar se destacaban por la fácil poesía de sus oraciones; por su saber, medido y prudente, Pi y Cánovas; y así, cada uno por su nota peculiar: Aparisi y Guijarro, Martos, Sagasta, Olózaga, Echegaray, Salmerón, Nocedal, Moreno Nieto...; porque entre todos formaban el variado mosaico de aquella oratoria parlamentaria.

¡Qué difícil debía resultar combatir! Allí, en el Congreso, entrarían en juego muchos factores: la inspiración, el factor psicológico del momento, el ademán, la voz; las cualidades que desde Quintiliano han caracterizado al orador; y, sobre todo, la fluencia retórica. Cómo, poder combatir con Aparisi y Guijarro, Castelar y Cánovas, en cada una de esas sesiones, en las que indudablemente iban a ser tratados temas importantísimos, en días decisivos: desde el 68 hasta la crisis del 98.

Y Ayala, que era hombre profundamente teatral, se hallaría en su elemento.

A las muchas semblanzas que de él se han hecho, añadiremos esta del orador: «Frente ancha, tersa, espaciosa; ojos negros, serenos, grandes; bigote poblado, enorme, retorcido; pera larga, espesa, cuidada; melena artística, aceitosa, poética; rostro ovalado, lleno, severo; cabeza imponente, bella, escultural. Ducazcal lo ha dicho en una frase apasionada: el león más hermoso del Congreso.



[1] Similar, en parte, por lo menos en el sentido irónico, a Los animales pintados por sí mismos, trad. del francés por Feliú y Codína. Barcelona, 1880.

[2] Vid. Valbuena Prat, A. Historia del Teatro Español.

[3] Del prestigio alcanzado por Ayala sobre los escritores es muy elocuente lo que cuenta, en relación con Enrique Gaspar, Daniel Poyán en su libro: Enrique Gaspar (medio siglo de teatro español), I, págs. 41-42, 52, 65-66; II, págs. 57-59. Ed. Gredos.

[4] Todo esto aparece publicado en los siete tomos de Obras completas, de López de Ayala, en la colección de Escritores Castellanos, Madrid, 1881-85, con un prólogo de Tamayo y Baus.

[5] Ambos publicados par Antonio Pérez Calamarte en Revue Hispanigue, XIX, 1908, pág. 300; XXVIII, 1912, pág. 499, respectivamente.

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