lunes, 24 de agosto de 2009

TRES DE SEPTIEMBRE, CONCIERTO EN LA PLAZA (Fabulilla de un tiempo ido)



Por Antonio Burgos.


Revista de Guadalcanal año 1969

Sonaba el primer cohete, cuando el reloj de la plaza (“anno domini” escrito con letras de plantilla de latón, brocha gorda y betún) aún no había dado las once. “Curro”, aquel perro de Norberto, primo lejano del de los Limones, se escondía bajo la cama con el primer estallido que verían los gitanos acampados en el eucaliptal (entonces laguna) de la estación, a la espera de aquel otro cohetazo que –horas después- señalaría el comienzo del rodeo mientras en el Coso aún ponía Eduardo ladrillos para la cocinilla de “El Tío Mateo”.


Empezaba la Feria. Pípolez de tiros largos. Rajamantas con el sidol recién dado a la tuba. Jeringos y humazo en la esquina del Palacio –sin bombillas ya, sin el Galgo y los bailongos domingueros, sin la botella de madera pintada de gris que hacía de giraldillo sobre el quiosco del Chato-, veladores del domingo del besamanos de septiembre sacados a la terraza del Casino, algunos tomando “el nene” que inventara don Marciano, otros liados con el anís “Flor de Jara” de Manolo Porras (en el recuerdo de aquel “Flor de la Sierra” que bebió la columna de Varela que entró por el túnel de Hamapega), primera convidada de la Feria cuando no existía la cocacola ni había cerveza de grifo en el Cebollino (entre otras cosas porque no lo habían fundado), y en la “Caseta de Recreo” se cerraban tratos en torno a una botella de San Patricio.


Don José Llinares (la guzzi aparcada junto a la Capilla de San Vicente, los calcetines blancos asomados en las piernas cruzadas) lo veía todo como cualquier noche de verano, como cuando todos se iban al “Cine Moderno” de Víctor (“Víctor Jaurrieta Garralda” en sus anuncios en esta revista) y él seguía allí mientras los Botis acababan con las bombillas en las esquinas del convento.


- Pues a la caseta de arriba han traído una orquesta con vocalista, que está en la parrilla del Cristina.
- ¿Y tocarán eso del bayón de Ana?



Todos lo habíamos escuchado ya. Solo Juan Luis, el hijo de don Modesto, pudo ver la película por el ventanillo del palomar con los zuritos traídos de “Toribia”. Y después sonaría –echada las cortinas- el bayón de Ana en la caseta de arriba.

Pero en la plaza, el tres de Septiembre, el día de la prueba del alumbrado, sonaba todo lo más “Katiuska” en la banda municipal, los atriles plegables extendidos en corro ante la puerta del Ayuntamiento (Y a propósito de banda. Rajamantas inventó el pluriempleo en Guadalcanal. Aparte de la tuba hay que contar su palo con argolla para coger perros sin vacunar; la cosa, lagarto, lagarto, de enterrador; los pregones de pérdidas de pulseras y precios de tomates en la recién inaugurada plaza de abastos... O sea, que si llega a estar en Madrid, hoy día tiene ya un seiscientos y un chalet en la sierra.)

La Feria empezaba de pronto, a un golpe de vara de Paco el alcalde. Cohetazo va y cohetazo viene, y chimpún del pasodoble por la calle de don Juan Campos (aún sin la Cruz de Alfonso el Sabio, pero ya venerable en su despacho de misteriosas piedras minerales de la calle Camachos), hacia la calle Concepción. Joaquinito Rivero me preguntaba –devoción hecha vida- por los nardos que mi madre mandaba para la procesión de la Virgen. Sonaba “Manolo Mío” en la banda, y todos íbamos detrás hacia la Feria. Todo había empezado con un cohete. Y como aún no se oía el estrépito de la sirena de “las burras cachondas”, “Curro”, el pero que tenía Norberto, creía –escondido bajo la cama- que la feria había terminado

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