Por Salvador Hernández González
Revista Guadalcanal año2005
La ermita de
San Benito debió jugar desde fechas tempranas un importante papel en la
religiosidad popular de Guadalcanal, al convertirse en lugar de peregrinación y
escenario de distintas celebraciones festivas. En este sentido, ya vimos como la Visita de 1494 recoge la
existencia de un aposento destinado al alojamiento de los que venían a pasar la
noche en vela en la ermita entregados al culto. Esta práctica de las veladas nocturnas
parece que iba acompañada de un comportamiento poco decoroso de los devotos, lo
que unido al exceso en la comida y la bebida daba lugar a situaciones muy poco
edificantes. Para remediar estos males, presentes en otras manifestaciones de
la religiosidad popular de aquellos siglos, la autoridad eclesiástica efectuaba
continuas llamadas a la observancia de un comportamiento correcto y digno de un
fiel cristiano. En esta línea y para el caso que nos ocupa, en la Visita de 1575 los
visitadores dejaron ordenado que cesasen “ las juntas en las iglesias y
ermitas, que el vulgo llamada veladas, por los grandes inconvenientes que de
esto han sucedido “. Tales inconvenientes eran desde luego la relajación de
la moral y la perversión de costumbres, que acababan convirtiendo las devociones
en “ chocarrerías grandes y deshonestidades feas “. Por ello conminaron
al mayordomo Pedro de Ortega a que cerrase la ermita a la puesta del sol y no la
abriese hasta el día siguiente ya amanecido, “de tal manera que por ningún
caso mujer alguna pueda entrar puesto el sol en la dicha ermita en ningún
tiempo a rezar ni otra cosa, ni quedarse dentro con ocasión de velar mujer ni
hombre “. Esta advertencia cobraba especial valor para la celebración de la
festividad de San Benito y su octava, días en los que la afluencia de fieles
cobraba especial incremento. Por ello y para disuadir de su estancia a los devotos
huéspedes adictos a hacer noche en la ermita, los visitadores determinaron
eliminar la chimenea que estaba en la hospedería, con lo cual se restaban
atractivos a estas polémicas veladas nocturnas.
Si bien este
informe de 1575 alude muy de pasada a la existencia de una cofradía de San
Benito, de la que era mayordomo el mismo que lo era de la ermita, lo cierto es
que al llegar el siglo XVIII debió experimentar un proceso de reorganización,
con la intención de dar un nuevo impulso a este lugar de culto. Tal iniciativa
correspondió al ermitaño Manuel de Acuña, conocido como el anacoreta Manuel de la Cruz , quien en torno a 1712
fundó una cofradía para individuos de ambos sexos, con el título de Nuestra
Señora de la Consolación
y San Benito, siendo confirmada su erección canónica en virtud de un breve dado
en Roma el 5 de marzo de 1722 por el Papa Inocencio XIII. Esta hermandad debió
desaparecer a consecuencia de los críticos acontecimientos del siglo XIX, pues
en un informe de 1875 se le cita como desaparecida desde hacía muchos años “y
no hay memoria de ella “ . A fines
del siglo XVIII la ermita de San Benito sigue formando parte del ciclo festivo
de la religiosidad popular, como lo apunta el informe del Interrogatorio de la Real Audiencia de
Extremadura de 1791. En este interesante documento, de tanto valor para la
historia local, se señala que los fieles concurrían a San Benito el domingo
infraoctavo a la festividad de la
Natividad de la
Virgen , estando la atención del templo a cargo de un ermitaño,
aunque la renta de la ermita era muy modesta, de tan solo cien reales.
Con la
llegada del siglo XIX sobrevendría una época de crisis y decadencia para la
religiosidad popular, marcada por hechos tan negativos como la invasión
napoleónica y las sucesivas desamortizaciones decretadas por los gobiernos
liberales, con su secuela de expolio artístico, cierre de templos y pérdida de
recursos económicos para el culto. Estos acontecimientos tuvieron evidentemente
su incidencia negativa en la ermita de San Benito. Como nos cuenta el ya citado
informe de 1875, “dicho santuario fue casi destruido en la invasión de los
franceses a principios del siglo presente “, aunque las alhajas, ropas de
las imágenes y ornamentos fueron salvados por el mayordomo Don Bartolomé Olmedo
y Rico, si bien no conservó estos enseres, sino que vendió las mejores piezas
sin autorización “y se apropió de su importe, que no pudo ser reintegrado
por haber fallecido sin dejar bienes “. Otra de las consecuencias de esta
coyuntura bélica de la invasión napoleónica fue la pérdida de la cerca de
tierras contiguas a la ermita, en virtud de las incautaciones de propiedades
eclesiásticas determinadas por el gobierno intruso. Pasado el vendaval de la
guerra, vendría la restauración. El 24 de julio de 1819 José Vázquez, vecino de
Guadalcanal, pidió al Prior de San Marcos de León que se le entregasen “las
alhajas, ornamentos, vestidos de imágenes, papeles y demás efectos que habían
quedado“ de esta iglesia de San Benito, al tiempo que se comprometía a
restaurar la ermita y sus imágenes a sus expensas, como así lo hizo. Al pasar
la responsabilidad de la ermita a manos particulares, la jurisdicción
eclesiástica debió perder un tanto el control sobre la misma, hasta tal punto
que en 1875 el párroco José Climaco Roda revela en su informe dirigido al
Arzobispo de Sevilla que “todos los ornamentos, alhajas y efecto, y hasta
las llaves están en poder de una familia de esta villa desde hace sesenta años
“. Uno de los miembros de esta familia, como él mismo clérigo expone, era
María Vázquez, hija del citado José Vázquez, en cuyo domicilio se encontraba
todo lo perteneciente a San Benito. Tampoco era satisfactorio el estado de
conservación del templo, para cuya restauración se había enajenado el aposento
de la parte baja del camarín anejo al presbiterio.
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