Cuando conoció a mi padre, después de la guerra del 14, era ya una mujer que había pasado de los treinta años, edad más que suficiente para que en la época fuese considerada solterona. Era una mujer de estatura mediana, más bien delgada, de rostro agradable, cabello castaño un poco escaso, pues debido a las permanentes (tenía el cabello liso y la moda imponía ondas entonces) y los tintes (tuvo canas desde muy joven) se había estropeado su magnífica cabellera. Vestía con distinción y tenía un porte gracioso. Más que belleza poseía un especial encanto y, pese a que su tez era morena, sus facciones eran netamente francesas. Tenía una bonita sonrisa y un tono de voz agradable al qué no dejaba de darle gracia el acento marcadamente francés que jamás perdió.
De niña solía preguntarle a mis padres:
-«¿Dónde os conocisteis?». Ambos se miraban sonrientes...
-«En los caballitos» -contestaba mi madre.
-«En una sala de natación» -decía mi padre. Pero yo sabía perfectamente que ninguno de los dos sabía nadar.
Buen aficionado a las mujeres, el Comandante Castelló no dejó de fijarse en Marguerite Gauthier y preguntó a la dueña del hotel quién era aquella señorita de tipo tan fino y que vestía tan elegantemente. Aquélla le dio los datos solicitados y, por encargo del pretendiente en ciernes, le dijo a la francesita que un señor del hotel deseaba conocerla. «No me interesa» -fue la contestación de Margarita que se hallaba perfectamente instalada en su trabajo y en su independencia moral y económica. El flamante comandante recibió entonces unas calabazas que en nada le desanimaron.
Tenía yo dos postales del Hotel París encontradas en casa de mi abuela materna; en una de ellas se veía el comedor: columnas, muchas plantas verdes y unos impecables manteles blancos. La otra es del salón: mesas, sillones de mimbre, grandes cristaleras y más plantas. Un buen hotel sin grandes lujos, muy de la época. Me imagino que un día se encontrarían en el comedor, cambiarían un saludo; al otro coincidirían en el salón y cruzarían unas palabras. La animosidad fue desapareciendo. Cuando se iba a París en busca de sus modelos, el Comandante la acompañaba a la estación:
-«Le enviaré postales» -decía él.
-«Sí, escríbalas en español. Yo le contestaré en francés y así haremos intercambio de idiomas» -contestaba Margarita que iba con frecuencia a París en busca de modelos, telas, y exclusivas para reproducir algunos diseños.
Paseando un día por Sevilla con mi padre, en la plaza donde se encuentra la Catedral, me señaló una casa de tres pisos:
-«Mira, hija, en esa casa vivió tu madre.»
Era una casa con miradores, muy de comienzos de siglo. Uno de los pisos estaba dedicado a taller y salón de pruebas y en el otro tenía su vivienda. Guardo una foto suya asomada a uno de los balcones, rodeada de todas sus oficialas; el mismo día, y con el mismo vestido blanco adornado con un cinturón de falla roja, se retrató en su habitación. En ella se ven los mismos muebles de caoba que conservo aún, la cama con un cabezal altísimo, un tocador con el espejo ovalado sostenido por guirnaldas de bronce de las que parten unos brazos y unas luces con pantallas de color damasco amarillo que hacen juego con las tapicerías. Se la ve sentada en una butaca con un figurín de modas sobre las rodillas. El comedor, azul claro, y la salita, damasco morado, de moda en aquellos años, datan de la misma época.
-«¿Y cómo te declaraste a mamá?» -le pregunté en cierta ocasión a mi padre.
-«No sé... éramos muy buenos amigos. Creo que le dije algo así: Margarita, ¿y si tú y yo nos casáramos (tras dos años de amistad había dejado de lado el protocolario usted). Y tu madre me respondió:
-Me parece una excelente idea. Voy a preparar los papeles.»
A mí aquello se me antojó muy poco poético y así se lo dije a mi padre.
-«El matrimonio es una cosa muy seria; además, ninguno de los dos éramos niños ni estábamos para romanticismos» -me contestó.
De niña solía preguntarle a mis padres:
-«¿Dónde os conocisteis?». Ambos se miraban sonrientes...
-«En los caballitos» -contestaba mi madre.
-«En una sala de natación» -decía mi padre. Pero yo sabía perfectamente que ninguno de los dos sabía nadar.
Buen aficionado a las mujeres, el Comandante Castelló no dejó de fijarse en Marguerite Gauthier y preguntó a la dueña del hotel quién era aquella señorita de tipo tan fino y que vestía tan elegantemente. Aquélla le dio los datos solicitados y, por encargo del pretendiente en ciernes, le dijo a la francesita que un señor del hotel deseaba conocerla. «No me interesa» -fue la contestación de Margarita que se hallaba perfectamente instalada en su trabajo y en su independencia moral y económica. El flamante comandante recibió entonces unas calabazas que en nada le desanimaron.
Tenía yo dos postales del Hotel París encontradas en casa de mi abuela materna; en una de ellas se veía el comedor: columnas, muchas plantas verdes y unos impecables manteles blancos. La otra es del salón: mesas, sillones de mimbre, grandes cristaleras y más plantas. Un buen hotel sin grandes lujos, muy de la época. Me imagino que un día se encontrarían en el comedor, cambiarían un saludo; al otro coincidirían en el salón y cruzarían unas palabras. La animosidad fue desapareciendo. Cuando se iba a París en busca de sus modelos, el Comandante la acompañaba a la estación:
-«Le enviaré postales» -decía él.
-«Sí, escríbalas en español. Yo le contestaré en francés y así haremos intercambio de idiomas» -contestaba Margarita que iba con frecuencia a París en busca de modelos, telas, y exclusivas para reproducir algunos diseños.
Paseando un día por Sevilla con mi padre, en la plaza donde se encuentra la Catedral, me señaló una casa de tres pisos:
-«Mira, hija, en esa casa vivió tu madre.»
Era una casa con miradores, muy de comienzos de siglo. Uno de los pisos estaba dedicado a taller y salón de pruebas y en el otro tenía su vivienda. Guardo una foto suya asomada a uno de los balcones, rodeada de todas sus oficialas; el mismo día, y con el mismo vestido blanco adornado con un cinturón de falla roja, se retrató en su habitación. En ella se ven los mismos muebles de caoba que conservo aún, la cama con un cabezal altísimo, un tocador con el espejo ovalado sostenido por guirnaldas de bronce de las que parten unos brazos y unas luces con pantallas de color damasco amarillo que hacen juego con las tapicerías. Se la ve sentada en una butaca con un figurín de modas sobre las rodillas. El comedor, azul claro, y la salita, damasco morado, de moda en aquellos años, datan de la misma época.
-«¿Y cómo te declaraste a mamá?» -le pregunté en cierta ocasión a mi padre.
-«No sé... éramos muy buenos amigos. Creo que le dije algo así: Margarita, ¿y si tú y yo nos casáramos (tras dos años de amistad había dejado de lado el protocolario usted). Y tu madre me respondió:
-Me parece una excelente idea. Voy a preparar los papeles.»
A mí aquello se me antojó muy poco poético y así se lo dije a mi padre.
-«El matrimonio es una cosa muy seria; además, ninguno de los dos éramos niños ni estábamos para romanticismos» -me contestó.
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