martes, 2 de noviembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 14


Cuando conoció a mi padre, después de la guerra del 14, era ya una mujer que había pasado de los treinta años, edad más que suficiente para que en la época fuese considerada sol­terona. Era una mujer de estatura mediana, más bien delgada, de rostro agradable, cabello castaño un poco escaso, pues debi­do a las permanentes (tenía el cabello liso y la moda imponía ondas entonces) y los tintes (tuvo canas desde muy joven) se había estropeado su magnífica cabellera. Vestía con distinción y tenía un porte gracioso. Más que belleza poseía un especial encanto y, pese a que su tez era morena, sus facciones eran ne­tamente francesas. Tenía una bonita sonrisa y un tono de voz agradable al qué no dejaba de darle gracia el acento marcada­mente francés que jamás perdió.
De niña solía preguntarle a mis padres:
-«¿Dónde os conocisteis?». Ambos se miraban sonrientes...
-«En los caballitos» -contestaba mi madre.
-«En una sala de natación» -decía mi padre. Pero yo sabía perfectamente que ninguno de los dos sabía nadar.
Buen aficionado a las mujeres, el Comandante Castelló no dejó de fijarse en Marguerite Gauthier y preguntó a la dueña del hotel quién era aquella señorita de tipo tan fino y que ves­tía tan elegantemente. Aquélla le dio los datos solicitados y, por encargo del pretendiente en ciernes, le dijo a la francesita que un señor del hotel deseaba conocerla. «No me interesa» -fue la contestación de Margarita que se hallaba perfectamen­te instalada en su trabajo y en su independencia moral y eco­nómica. El flamante comandante recibió entonces unas calaba­zas que en nada le desanimaron.
Tenía yo dos postales del Hotel París encontradas en casa de mi abuela materna; en una de ellas se veía el comedor: co­lumnas, muchas plantas verdes y unos impecables manteles blancos. La otra es del salón: mesas, sillones de mimbre, gran­des cristaleras y más plantas. Un buen hotel sin grandes lujos, muy de la época. Me imagino que un día se encontrarían en el comedor, cambiarían un saludo; al otro coincidirían en el salón y cruzarían unas palabras. La animosidad fue desapareciendo. Cuando se iba a París en busca de sus modelos, el Comandante la acompañaba a la estación:
-«Le enviaré postales» -decía él.
-«Sí, escríbalas en español. Yo le contestaré en francés y así haremos intercambio de idiomas» -contestaba Margarita que iba con frecuencia a París en busca de modelos, telas, y ex­clusivas para reproducir algunos diseños.
Paseando un día por Sevilla con mi padre, en la plaza donde se encuentra la Catedral, me señaló una casa de tres pisos:
-«Mira, hija, en esa casa vivió tu madre.»
Era una casa con miradores, muy de comienzos de siglo. Uno de los pisos estaba dedicado a taller y salón de pruebas y en el otro tenía su vivienda. Guardo una foto suya asomada a uno de los balcones, rodeada de todas sus oficialas; el mismo día, y con el mismo vestido blanco adornado con un cinturón de falla roja, se retrató en su habitación. En ella se ven los mis­mos muebles de caoba que conservo aún, la cama con un ca­bezal altísimo, un tocador con el espejo ovalado sostenido por guirnaldas de bronce de las que parten unos brazos y unas luces con pantallas de color damasco amarillo que hacen juego con las tapicerías. Se la ve sentada en una butaca con un figu­rín de modas sobre las rodillas. El comedor, azul claro, y la salita, damasco morado, de moda en aquellos años, datan de la misma época.
-«¿Y cómo te declaraste a mamá?» -le pregunté en cierta ocasión a mi padre.
-«No sé... éramos muy buenos amigos. Creo que le dije algo así: Margarita, ¿y si tú y yo nos casáramos (tras dos años de amistad había dejado de lado el protocolario usted). Y tu madre me respondió:
-Me parece una excelente idea. Voy a preparar los papeles.»
A mí aquello se me antojó muy poco poético y así se lo dije a mi padre.
-«El matrimonio es una cosa muy seria; además, ninguno de los dos éramos niños ni estábamos para romanticismos» -me contestó.

No hay comentarios: