MUERTE
EN ACOMA[1]
Jesús Rubio
PARTE I:
MUERTE
4 de diciembre de 1598, Acoma, Nuevo México.
El capitán Diego Núñez de Chaves miró
a su alrededor. No se veía más que nieve. Aquello era desolador. El frío era
insoportable. Habían llegado hasta aquella roca en como avanzadilla de la
expedición del adelantado Juan de Oñate, gobernador del Nuevo México. Pero se
habían quedado sin víveres unos días antes, al lado de la inmensa roca que los
naturales llamaban Acoma. Iban a las órdenes de Juan de Zaldívar.
Alzó la vista. Se mesó la barba color
nuez. Al frente se alzaba la imponente silueta de la roca que ya impresionara cincuenta
años antes a Vázquez de Coronado: una mesa de piedra y arena, ahora cubierta de
nieve, que se elevaba sobre la llanura desértica del Nuevo México. En su cima,
se encontraba el poblado indio.
Y miró al otro capitán de la columna,
el alférez Felipe de Escalante.
Ninguno de los dos podía imaginar que
ambos estarían muertos al acabar el día.
30
de abril de 1598. Río Bravo del Norte, Nuevo México.
Tres largos años había tardado Juan
de Oñate en organizar la expedición para explorar el norte de la Nueva España. Y por
fin había llegado su momento: el solemne acto de toma de posesión de aquellas
tierras. Hasta ese momento, los colonos españoles lo único que habían tragado
era polvo y más polvo. El polvo de la Historia , decían algunos no sin cierta guasa.
Habían salido, tras demoras,
permisos, inspecciones, más demoras, nuevos permisos y una última inspección el
26 de enero de ese año. Lo hicieron desde Santa Bárbara[2].
Eran unos doscientos entre soldados, colonos, sus familias, sus criados y
religiosos. Iban a extender el Camino Real y fundar una ciudad. Iban a tomar
esas tierras en nombre de Su Majestad. Iban a encontrar, por fin, su lugar en
el mundo.
El camino fue lento. Las ochenta y
tres carretas, tiradas por bueyes, no andaban más de diez kilómetros al día.
Era desesperadamente lento. Llevaban consigo muchas cabezas de ganado, unas
siete mil, con lo que no era posible avanzar más rápido. Las avanzadillas enviadas
por Oñate para ir observando el camino, al menos, impedían parones o retrasos
indeseados.
Fue el Jueves Santo cuando les fue
por Dios servido encontrar un gran río. Se celebró una misa y el propio Juan de
Oñate se azotó como penitencia.
El 20 de abril cuando la caravana
llega al río Bravo del Norte. Anduvieron por aquí y por allá, sin decidirse del
todo dónde asentarse.
Y llegó el día 30, fiesta de la Ascensión del Señor.
No era ése un día para lamentos.
Junto a la toma de posesión, se celebró una misa en Acción de Gracias porque,
hasta ese momento, la expedición había llegado sana y salva, sin sufrir grandes
percances. Sólo había que reseñar la muerte o extravío de algún caballo. Poco
más.
Oñate había nacido en Zacatecas[3] y soñaba
con unir su nombre al de Hernán Cortes. Casi podría decirse que estaba
obsesionado con ello. Por el momento, algo había hecho en ese sentido: se había
emparentado con él. Su esposa era doña Isabel de Tolosa Cortés de Moctezuma,
nieta del conquistador de Medellín y Leonor de Moctezuma.
Desde joven había destacado en su
campañas de castigo a los indios chichimecas[4], que atacaban a
los colonos españoles. Se empleó con determinación. Algunos dijeron que con
excesiva determinación. Mientras se empleaba a fondo en el manejo de las armas,
probó fortuna como minero. No tuvo mucha.
Pidió permiso para preparar una
expedición que colonizase las tierras al norte del río que hoy se conoce como
Grande pero entonces se llamaba Bravo del Norte. El 21 de septiembre de 1595 le
fue concedido. La orden, o al menos, la petición, era la de poblar. Pero para
conseguir dinero y gente que se alistara se utilizó el señuelo habitual:
aventar de nuevo relatos de grandes riquezas más al Norte. Las leyendas
propagadas por Cabeza de Vaca sobre de las ciudades de Cíbola y Quivira[5],
con sus tejados de oro, habían quedado
un tanto arrumbadas tras el fracaso de la expedición de Vázquez de Coronado
cincuenta años antes. Quizás fuera la promesa de un nuevo comenzar lo que, al
cabo, animara a los colonos que las leyendas de antaño. A ellos se sumaron
algunos aventureros. Pero el avío de la expedición avanzaba con premura, para
impaciencia de Oñate. Pasaron dos años más.
Pero, al cabo, ahí estaban. Casi dos
centenares de colonos, con sus familias y todo cuanto tenían, pues muchos de
ellos vendieron lo poco que tenían para agenciarse un caballo, alguna mula y
los enseres necesarios para andar el camino y poder trabajar de mineros.
Uno de ellos era Diego Núñez de
Chaves[6],
que hasta entonces se había recorrido una buena parte de Nueva España en
diversos servicios. Con treinta años había conseguido llegar a alférez y veía
en la expedición de Oñate una gran oportunidad.
Había partido de su pueblo,
Guadalcanal, en busca de la fortuna que ya había sonreído a muchos de sus paisanos,
que décadas antes habían viajado desde aquel pueblo de la Baja Extremadura
famoso por sus vinos y sus pilotos. Y Diego no sólo había oído relatos, sino
que él mismo podía dar fe de las riquezas alcanzadas por algunos de sus
paisanos, como los Bonilla o los Bastida[7],
que habían alcanzado fama y fortuna con sus hazañas en Perú. Había visto el oro
y la plata que había llegado a Guadalcanal para ofrecer misas o construir
capellanías.
4
de diciembre de 1598. Acoma, Nuevo México.
-En marcha.
El capitán Felipe Escalante era de
corta estatura. Pero no podía decirse lo mismo de su ánimo. Era capaz de
cualquier cosa. Y eso le había granjeado un gran prestigio entre los
expedicionarios.
El maestre de campo Juan de Zaldívar
fue muy seco:
-Recuerden: ni un movimiento que los
irrite.
Núñez calló. No se fíaba de Zatucapán,
que así se llamaba el jefe de Acoma. Había sido hasta ahora amistoso. De hecho,
junto con el resto de los indios pueblo,
había jurado lealtad al Rey. En eso tenía razón Zaldívar, pero el alférez
guadalcanalense se regía por una norma siempre: fiarse sólo de uno mismo, y no
siempre.
La columna, compuesta en total por dieciséis
personas enfiló el camino hacia Acoma, que imponente silueta se alzaba sobre el
valle nevado.
Al pie de Acoma quedaron, con los
caballos y mulas, tres soldados y dos criados.
Gente con suerte.
[1] Acoma o Ácoma. Poblado de los keres y
los jemez, dos tribus de los Pueblo, conjunto de etnias de Nuevo México.
Situado en una enorme mesa que supera los 100 metros de altura en
algunos puntos. Se considera que la aldea Pueblo más antigua. Ahora es un
importante foco de atracción turístico. Viven una treintena de personas. La
actual Acoma está compuesta por tres pueblos. Sky City (la Acoma histórica), Acomita y
McCarthys. Se encuentran en el condado de Sandoval, a 97 kilómetros al
oeste de Albuquerque, ciudad más poblada del estado de Nuevo México, Estados Unidos. La capital,
desde tiempos de la conquista española es, no obstante, Santa Fe.
[2] En el actual estado mexicano de
Chihuahua.
[3] Capital del estado del mismo nombre en
el actual México.
[4] Tribu mexicana.
[5] Las ciudades de Cíbola y Quivira
provenían de viejas leyendas españolas de la invasión musulmana, que
entroncaron con relatos de los nativos de Norteamérica y que fueron recogidos
por las expediciones de Cabeza de Vaca y fray Marcos de Niza. Se decía que eran
ciudades con casas con tejados de oro puro. Ya Vázquez Coronado demostró, en
1542, que aquello no eran más que leyendas.
[6] En algunos documentos se habla de dos
expedicionarios originarios de Guadalcanal: Diego Núñez y Diego Núñez de
Chaves, ambos hijos de Juan de Chaves. Los intentos por encontrar datos del
primero han sido infructuosos. Dado que se trata de una expedición muy bien
documentada, suponemos, a falta de desmentido, que se trata de un solo hombre
consignado dos veces.
[7] Los Bonilla y los Bastida son de los
primeros vecinos de Guadalcanal en prosperar en América.
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