Por José Ramón Muñoz Criado y Sergio
Mena Muñoz
Revista de Guadalcanal – año 2014
Un mundo de arcilla roja
En los tiempos
en los que la petroquímica no estaba tan extendida como hoy día, la mayor, más
barata y accesible forma de tener utensilios en casa era a través de los útiles
de barro. Todas las casas de Guadalcanal tenían en sus encimeras, en sus
aparadores o en sus fresqueras accesorios cerámicos. Ignacio Gómez, presidente de
la Asociación
Cultural Benalixa, también recuerda la alfarería de la “calle
Sancha”. Aún tiene fresco en la memoria a Segundo Muñoz haciendo “algún
‘cacharro’: pipotes, platos de varios tamaños, huchas, ollas, lebrillos...” Tan
antigua era la costumbre que los historiadores aseguran que su origen se pierde
en la noche de los tiempos. Antonio Burgos comenta acerca de los productos de
Segundo que “a los niños nos hacía piporros en miniatura, que nos encantaban, y
algunas veces caballitos de barro”, porque no todo lo que hacía eran utensilios
para la cocina o de decoración. Manuel Cavanilles también nos habla del surtido
de la alfarería, “había botijos, jarras de diferentes formas y tamaños,
lebrillos, tazones, escudillas”, pero él compró una humilde hucha aquel día que
decidió invertir unas monedas que le habían regalado. “Tras escoger una y
volver con el alfarero, me invitó, si quería, a contemplar sus trabajo”. Cuenta
que “empezaba por colocar una gran pella de barro en el centro de la plataforma
del torno y, mojándose continuamente las manos en un cubo de agua, ya con el
color del barro, metía ambos pulgares en la masa dando forma, poco a poco, a un
jarro”. Después, mientras el barro todavía estaba húmedo, el resto de la
familia desde los más pequeños hasta la anciana madre decoraban las piezas bruñéndolas
con cantos rodados de río. Los Muñoz cultivaban en su microempresa el trato
cercano al cliente y la especialización laboral, aunque tampoco sabían que se
denominara así.
La idea que
nos asalta en pleno siglo XXI de una alfarería es de un lugar folklórico,
artesano, en el que se hacen trabajos manuales cuya finalidad es la decoración
de una casa. No se nos ocurre pensar en que hubo un tiempo en que, sin ir más
lejos, los tornos no estaban accionados por un motor. A las nuevas generaciones
se les ha enseñado que uniendo ‘churros’ de arcilla se puede dar forma a
cualquier cosa que emane de la imaginación, pero no se le atribuye un papel
útil en un hogar. Y aún así y todo, a principios del siglo pasado una alfarería
también era un lugar mágico para los niños. Con darse una vuelta por la casa de
Segundo y los Muñoz se puede aún ver elementos imaginativos como un zapato a
escala 1:25 hecho de barro con su cordaje incluido, un dedal o un pájaro de
barro que, con agua en su interior, imitaba el canto de un jilguero. Al Antonio
Burgos niño le gustaban las producciones de aquella mano extremeña, “sobre todo
me maravillaban las cantimploras para el campo que hacía, con dos asas para
ponerles una tomiza y colgarlas en bandolera. Y aquellos cántaros grandes, con
los que Ito iba a la fuente de la
Plaza a por agua y cobraba un real por cada uno, llevándolo a
casa lleno de vuelta”.
Nuevos retos profesionales
En 1941, ya
casado y con dos niños, se presentó una nueva oportunidad laboral para Segundo:
gestionar una aserradora en Lora del Río. Un familiar político pensó en él tras
su éxito empresarial en Guadalcanal y le ofreció hacerse con la maderera del
pueblo que, además, fabricaba y arreglaba carros. Y todo ello habiendo sido
autodidacta en casi todo, sabiendo lo justo de letras y números pero con un
gran bagaje en eso que hoy llamamos emprendimiento. El obstáculo era que debía
dejar en Guadalcanal a su madre anciana y a sus hermanas solas. La solución
vino de Salvatierra donde los alfareros funcionan casi como un ‘lobby’. Se
corrió la voz de la situación de los Muñoz en la Sierra Norte
sevillana y dos jóvenes, José y Manuela, accedieron a trasladarse a Guadalcanal
a ayudar a la familia a sacar el negocio adelante.
La aventura en
Lora del Río duró tres años. En 1944 José fue seducido por un empresario local
que decidió montar otra alfarería en el Coso a la vista de los buenos réditos
económicos que el sector estaba deparando. Segundo, su mujer Rosa y sus hijos
Juanita y José tuvieron que hacer las maletas y volver a la casa de la calle
Sancha. Pero no fue una vuelta amarga. Al contrario, Segundo siguió con su
negocio como si nada hubiera pasado, quién sabe si incluso agradeciendo a José y
al nuevo competidor su iniciativa.
Vuelta a Guadalcanal
La experiencia
de Lora le ayudó a poner los huevos en más cestas aprovechando el momento de
expansión económica que devino en el país tras la posguerra y, especialmente,
desde 1953. El negoció floreció tanto que comenzó a tejer una red de venta y
distribución a lo largo de un radio que abarcaba desde los pueblos de la Campiña Sur de Badajoz
hasta El Pedroso.
En un principio el transporte se hacía siguiendo el sistema
tradicional con burros y caballos llenos de cacharros, lo que hizo que Segundo
tuviera que recurrir a la ayuda de su abuelo Segundino que acudió desde
Salvatierra para acompañarle en las rutas. Todo hasta que una jornada,
volviendo de Fuente del Arco en una noche sin luna, la ‘jaca del alfarero’
frenó en seco en mitad del camino sin motivo aparente. La senda discurría por
entonces al lado de la línea del ferrocarril y, aunque no se habían dado cuenta,
estaban al borde de la trinchera a punto de desgraciarse. El hecho llevó a
Segundo a volver a innovar: comenzó a repartir su género usando el tren
enviándolo en paquetes y quedándose él en la alfarería. Había reducido costes
de distribución y evitado riesgos laborales aunque, por supuesto, él no sabía
que eso se llamaba así.
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