Segundo Muñoz y su hijo José trabajando en la alfarería de Guadalcanal |
Por José Ramón Muñoz Criado y Sergio Mena Muñoz
Revista de Guadalcanal – año 2014
Fue el miércoles
santo de 1919 un día incómodo, de esos típicos del tiempo que va entre el
invierno y la primavera cuando aún se siente el frío de febrero pero mayo está
casi a la vuelta de la esquina. Ya lo dice el refranero: “Los febreros y los
abriles, los más viles”. En aquella mañana de Semana Santa sacaban pecho las cofradías
de Guadalcanal la fecha en que la familia protagonista de esta historia ponía por
primera vez su pie en el pueblo: Juan, Águeda, Elisa, Segundo, Carmen y
Antonia, así, por ese orden, de mayor a menor. Los recién llegados de
Salvatierra de los Barros, los Muñoz, venían con intención de asentarse en la
localidad que vio nacer a Ortega Valencia y poner en marcha un negocio de
alfarería, algo hasta ese momento inédito en la localidad. Eran tiempos de
florecimiento de un municipio conocido por sus minas de plata y cuarzo en toda
España y que contaba con una población de 6.811 personas, un poco más del doble
que hoy día.
Juan, el
‘pater familias’ de todo el grupo, no tenía ni idea de lo que significaban las
palabras emprendimiento, “start-up” o marketing. Hasta entonces, su modelo de
negocio había seguido las mismas pautas que la de la mayoría de sus vecinos de
Salvatierra. Todos producían los mismos utensilios en base a la misma materia
prima y, ante la imposibilidad de poder competir en un mercado tan reducido,
cargaban los mulos que podían y como podían y se dedicaban a recorrer la piel
de toro hasta que vendían todo el género. Y así una y otra vez. Las largas
jornadas y las ‘dietas’ tanto del alfarero-vendedor como del animal o animales
mermaban bastante las cuentas de resultados, por lo que el margen de beneficios
no era muy holgado. Un día, estando en plena faena en su pueblo, le hablaron sobre
una localidad en Sevilla en la linde con Extremadura donde no había nadie que
explotara ese negocio. Los datos aportados por los viajantes de ‘cacharros’ lo
confirmaban. No se lo pensó mucho. “O me
rompo la crisma compitiendo contra todos por un mendrugo de pan o me voy a otro
sitio donde tenga más posibilidades”, debió pensar.
En
mercadotecnia existe la premisa de valorar antes de lanzarse a crear un negocio
las fortalezas y debilidades propias y las oportunidades y adversidades que
pueden surgir. Juan y su hijo Segundo (que por entonces tenía 19 años) lo
hicieron con detenimiento sobre su propia circunstancia sin saber que, en
realidad, estaban realizando una investigación de mercado. “Pros, contras, pros, contras….¡nos vamos!” Y
así, aquel 16 de abril de 1919, tal y como reza en un cuadro a la entrada del
número 11 de la actual calle Juan Carlos I de Guadalcanal “vino la familia
Muñoz Guillén a esta casa con su alfarería”.
Todo negocio tiene un inicio difícil
La familia
Mirón Villagrán les alquiló en primera instancia parte de su casa hasta 1945 en
que se la venderían. Allí instalaron en la planta inferior un taller de fabricación
con un par de tornos o ruedas manuales, un horno de cocción, tamices, prensas,
amasadoras y varias salas para secar y presentar las piezas al público. El
periodista y escritor Antonio Burgos, preguntado acerca de la alfarería, comenta
que “eran unas dependencias con suelo de barro tan rojo como el de los primores
del torno. (…) Yo llegaba de Sevilla, tierra de los barros blancos de Lebrija,
y me sorprendían aquellos rojos”, hechos de arcilla ferruginosa, la señal
inconfundible de Salvatierra. También Manuel Cavanilles Carbajo recordaba el
taller alfarero en su libro ‘Tal como lo recuerdo’: “Por un zaguán oscuro se
llegaba al obrador (…), una habitación mantenida por una luz de sol mínima, por
el calor. Solo por una rendija abierta en la contraventana entraba una franja
de aquella luz, que iba a incidir directamente sobre el torno que giraba
continuamente movido con el pie por el alfarero”.
Y empezaron de
cero. Ni ningún banco les otorgó una hipoteca, ni por supuesto ningún gobierno les
concedió una subvención ni ninguna parcela, hacienda, piso, mansión o castillo
alguno les sirvió de aval de nada. Solo las credenciales de su oficio fueron
sus cartas de presentación ante el nuevo mercado potencial de clientes que les
esperaba en Guadalcanal. Y el resultado de la satisfacción de sus clientes, su
única estrategia de publicidad. Antonio Vargas asegura en su libro sobre el
negocio de la microempresa que “fidelizar al cliente consiste en conseguir que
el cliente vuelva a comprar el producto”. Los Muñoz fidelizaron a todo un
pueblo, aunque no sabían que lo que estaban haciendo se llamara así.
Juan Muñoz
murió en 1930 cediéndole la labor alfarera a su único hijo varón, Segundo, que
no solo asentó la pequeña fábrica sino que amplió y diversificó su negocio a
otros ámbitos. José María Álvarez Blanco, al que no hace falta hacer
presentaciones, recuerda al alfarero Segundo como un hombre “muy serio”, lo que
no le quitaba de tener un humor “muy irónico”. Su imagen más clara de él es,
cómo no, dándole al torno con el pie sin parar fabricando “botijos rojos”.
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