miércoles, 10 de noviembre de 2010

ESTADÍSTICAS DE VISITAS AL BLOG DE BENALIXA


Como dato curioso, les ofrecemos las estadísticas de visitas al blog de Benalixa, con indicación de la procedencia de las mismas, al día de hoy:

España............... 27.625 visitas
Estados Unidos... 1.007
México............... 650
Alemania........... 325
Perú................... 322
Argentina............ 310
Colombia............. 298
Chile................... 272
Rusia.................. 271
Canadá .............. 220
Varios................. 195

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 18


Tenía mi padre por aquel entonces un ayudante bastante bruto. En el frente de batalla probablemente se portaba con valentía, pero en la post-guerra no era más que un zoquete sin cultura. Algunos jefes propusieron que se dictaran conferencias para elevar el nivel de la tropa. Alguien comentó que el ayu­dante de Castelló debía estar preparando algo muy serio, pues se había comprado un globo terráqueo y se pasaba las horas muertas en su despacho. Uno de los oficiales descubrió la clave del misterio al entrar y descubrir que estaba meditabundo ante el globo.
-«Ya me lo explico. No sé cómo no han caído antes en ello.» -«¿Y qué es lo que se explica usted?»
-«Pues sencillamente por qué se pierden tantos aviones.»
Tomó en sus dedos un papelito e hizo con él una especie de pajarita.
-«Mire, éste es un avión... se cae... bueno... éste ha caído en Groenlandia. Pero usted comprenderá que el que cae por debajo del Ecuador se pierde... »
Tuvo una muerte digna de él. Fue levemente herido en una pierna en la toma de Bilbao.
-«Esto no es nada, no hace falta que me vea el médico. Me lo curo yo mismo» -decía. Y se vendó la herida con el pa­ñuelo lleno de mocos y otros trapos nada limpios, razón por la que le sobrevino la gangrena y murió.
Este soldado se preciaba, y por lo visto con razón, de ser un buen cazador. Nadie podía disputarle su presa. A veces solía ocurrir que dos balas hirieran a la misma perdiz. «La maté yo» -decía en tales casos. Mi padre no discutía jamás con él. Ter­minada la cacería, al regresar a la ciudad pasaban por casa y, con un ademán lleno de generosidad, le decía a mi madre:
-«Tenga, señora, gracias a mí come usted perdices, porque la que es este marido de usted no le da a un cerro.»
Cierto día proyectaron una peligrosa cacería de jabalíes. Sa­lieron al amanecer; el cielo estaba cubierto de gruesos y oscuros nubarrones que anunciaban tormenta. Mi padre advirtió sobre ella, pero su ayudante insistió:
-«El aire llevará los nubarrones hacia otro lado.»
-«Mire usted que el aire sopla precisamente en nuestra dirección.»
Discutieron un momento pero, finalmente, prevaleció el cri­terio de su ayudante. Emprendieron la marcha y estaban ya en pleno descampado cuando empezó a llover como llueve en Ma­rruecos, de costado y con granizo. Las caballerías, agazapadas unas contra otras, se negaban a avanzar. El intérprete dijo entonces:
-«He oído cantar un gallo. Debe haber un aduar aquí cerca.»
Partió en su busca y poco después regresó con la grata noticia de que, en efecto, lo había y que su jefe les ofrecía hospitalidad. Se trataba de una modesta casa de muros de adobe y piso de tierra. Las mujeres y los hijos fueron enviados a otro lugar. Ya tenían a medio preparar una gallina, el té de rigor y unos dulces. Cuando amainó la tormenta le pidió mi padre al intér­prete:
-«Dile a este hombre que hemos venido a divertirnos, que la lluvia nos ha obligado a refugiarnos en su casa ocasionán­dole molestias y gastos. Pregúntale, pues, cuánto le debemos.»
El intérprete tradujo y el jefe se mostró muy airado.
-«¿Qué te dice? -inquirió mi padre.
El intérprete no quería traducir...
-« ¡ Dímelo ! » -pidió mi padre.
-«Dice que cuando vine a su casa le pedí hospitalidad en nombre de unos cristianos y que la hospitalidad no la cobra ningún musulmán.»
-«Si nos ocurre esto en un pueblo español -reflexionaba mi padre- las gallinas nos las cobran como pavos.»
La hospitalidad era sagrada aún en caso de guerra; un mi­litar, soldado u oficial, podía solicitarla a sabiendas de que no le sería negada, aunque sólo gozaba de inmunidad durante vein­ticuatro horas.
Al ser destinado mi padre a la Península, Melali quiso darle una comida de despedida:
-.«Dime cuántos vamos a ser» -preguntó a mi padre.
-«¿Cómo cuántos vamos a ser?, ¿no eres tú el que invitas?»
-«Precisamente por eso tú te traes a tus amigos, pues no quiero que en mi casa te encuentres a alguien que te des­agrade... »
En España decimos que el hábito no hace al monje. Los musulmanes consideran que por lo menos el hábito ayuda, pues para ellos las apariencias tienen mucha importancia. Cuando Alfonso XII viajó a Marruecos para firmar la paz llevó una es­colta de caballería acorazada. Así, al verlo con uniforme de gran gala, escoltado por aquellas tropas empenachadas y a ca­ballo, los moros tuvieron una imagen grandiosa del Rey y de la nación que los había vencido.
Siendo ya mi padre anciano, le pregunté:
-«¿Te gustaría volver a Marruecos?»
-«No lo sé... después de los cargos que he ocupado y co­nociendo la mentalidad de aquella gente, sé que me pregunta­rían si estaba retirado, y yo no sabría cómo explicarles... »

lunes, 8 de noviembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 17


El tío Pepe se disfrazaba de moro y, con su nariz aguileña, su tez cetrina, su faz enjuta, hablando a la perfección el árabe -tanto el académico como el popular-, conociendo bien las costumbres moras, sentándose con las piernas cruzadas sobre el suelo y bebiéndose sus diez tazas de té seguidas, pasaba per­fectamente por uno de ellos y así podía infiltrarse y hacer es­pionaje en las cábilas. De esta manera obtenía información con­fidencial y preparaba el avance de nuestras tropas.
En Marruecos lo sorprendió la guerra civil. Permaneció al lado del Gobierno de la República; fue encarcelado en el Fuerte Hacho, donde pasó cinco años. Luego su juicio fue revisado y salió con un indulto.
Contaba su mujer que era tal el prestigio que en todo nues­tro Protectorado tenía su marido que cuando iba a verla le bastaba con decir a cualquier conductor de autobús que era la mujer del Comandante Castelló para que aquél se pusiese a su disposición en todo lo que ella necesitara.
Con gran estoicismo llevó el primo de mi padre su encarce­lamiento y jamás dejó que su ánimo decayese. Para llenar las largas horas de reclusión aprendió a repujar el cuero y a tra­bajar la madera. En su casa se conservaban mesas labradas, carpetas y marcos hechos par él, como también algunas acuare­las que pintaba. No le gustaba hablar de aquellos años. Su mujer me dijo un día: «Yo he perdonado y en esa actitud he educado a mis hijos, no quería que odiasen.»
Mi padre congeniaba muy bien con los moros. Melali era un buen amigo suyo con el que había establecido una especie de pacto:
-«Tú y yo tal como hermanos. Tú vienes a mi casa, yo voy a la tuya, tu mujer puede venir a visitar a las mías. Pero tú y yo jamás hablar de religión, tú crees en un Dios infinitamente sabio y poderoso cuyo profeta en la tierra es Cristo; yo creo en el mismo Dios cuyo profeta en la tierra es Mahoma. ¿Quién de los dos está equivocado?. Hasta después de la muerte no lo sabremos.»
Así, con el mutuo respeto de sus religiones, solían convivir moros y cristianos. No sé si fue en Alcazarquivir o en Larache que, con motivo del santo de la Reina Madre, tuvo mi padre que organizar una fiesta de caridad. Había hecho saber doña Cristina que, en lugar de festejos, se hiciesen cuestaciones con fines benéficos. Habló, pues, mi padre con el capellán del lugar y le expuso su idea de recaudar fondos de las tres comunida­des: la cristiana, la musulmana y la judía.
-«Me parece muy bien -contestó el sacerdote- pidamos fondos a las tres comunidades para los niños pobres cris­tianos.»
-«No, padre -le replicó Luis Castelló-, para los niños po­bres de todas las religiones.»
-«Se va usted a condenar» -fue la respuesta del cura. Haciendo caso omiso del vaticinio, mi padre organizó la fiesta de acuerdo con su idea. Bajo un gran letrero que decía «La caridad no hace distingos de religiones», presidió la mesa en la que se entregaban los donativos; tenía a un lado al Bajá y al otro lado al Rabino. Al terminar el acto preguntó mi padre al Bajá:
-«¿Qué te ha parecido?»
-«Muy bien todo... pero ¿para qué tuviste que traer a éste?»
Este era... el Rabino.
Una anécdota que recuerdo fue la del entierro de una alta personalidad mora. Las autoridades españolas solicitaron per­miso para asistir al entierro, permiso que fue concedido con la siguiente advertencia: «Podéis venir. Nosotros vamos rezan­do detrás de nuestro muerto, no os pedimos que hagáis la mis­mo puesto que no tenéis nuestra religión. Pero sí les pedimos un favor, que vayáis callados y sin fumar.»
A su vez, los españoles tuvieron la oportunidad de darles una pequeña lección: un día falleció una alta personalidad es­pañola. Las autoridades moras pidieron permiso para asistir al entierro y a los funerales. Fue el General Mola quien se encargó de darles la respuesta: «Muy bien, que vengan. Ahora bien, a nosotros nos obligan a descalzarnos para entrar en sus Mezqui­tas y una de dos, o se descalzan para entrar en nuestra Iglesia o se descubren.» Optaron por descalzarse.

domingo, 7 de noviembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 16


Los callos en las rodillas eran consecuencia de otra de sus penitencias, que consistía en hacer una magnífica alfombra de nudos: Como la hacía sin telar, se pasaba los días arrodillada.
No es que mi madre fuese una mujer particularmente beata; sus novenas, sus rosarios y sus promesas formaban parte de su personalidad. Tenía dos santos preferidos: Santa Ana y San Cayetano. Me imagino que su devoción por la madre de María sería debida a que, según la tradición, dio a luz a su hija en una edad muy avanzada. Mi madre debió pensar que era la Santa adecuada para proteger a una mujer que fue madre por primera vez a su edad. Su devoción por San Cayetano no sé dónde tuvo su origen, pero el caso es que mi madre lo nombró su santo financiero.
-«¡Tu madre! -me decía una amiga suya-. ¡El trasiego que se traía con su San Cayetano y sus jugadas en la Bolsa! Primero le rezaba una novena al Santo, después hacía sus con­ferencias a París con su agente, sus órdenes de compra y venta de valores... »
Según mi padre, ella no daba una en sus famosas jugadas; cuando ganaba trescientas pesetas, echaba las campanas al vue­lo; si perdía tres mil, se callaba como una muerta. Mi padre no intervenía para nada en estos asuntos, pues le había firmado un poder al casarse por el cual le dejaba la libre administra­ción de los bienes que aportaba al matrimonio. Por eso, cuando se quejaba de que su esposo no tenía el menor detalle con ella, mi padre solía decirle:
-«Tiene gracia... De manera que yo te firmé un poder para que pudieses disponer libremente de tus bienes; vendes, com­pras tus acciones, te gastas el dinero en lo que quieres o lo ahorras, tenemos una cuenta conjunta en el Banco de la que puedes sacar cheques sin mi autorización, además te entrego mi paga íntegra todos los meses, tú me das veinte duros para "despilfarrar", y pretendes que de ahí ahorre para hacerte re­galos. Cómprate lo que quieras y di que te lo ha obsequiado tu marido.»
-«No es lo mismo...» -contestaba ella.
En 1925 ascendía mi padre a Comandante. La familia se trasladó a Marruecos. El 15 de febrero de 1927, bajo el signo de Acuario nacía yo, Dolores, la segunda de sus hijas, en Larache
Mi nacimiento se produjo sin dificultades. El médico que atendía a mi madre aseguraba que le faltaba tiempo, pero una noche ella sintió los dolores de parto y comprendió que la cria­tura estaba a punto de nacer. Ante la falta de teléfono, mi padre salió a buscar a la comadrona; furioso con el médico que había cometido tamaña equivocación, no se molestó en llamarlo y, mientras tanto, mi madre quedaba sola con su otra niña en la casa. Pero yo tuve la prudencia de esperar la llegada de la co­madrona para venir al mundo. Mis padres deseaban un niño y se les presentó una segunda niña fea, negrita y con mucho pelo. La criatura se crió estupendamente, teniendo la desfacha­tez de mamar hasta los dos años. Al poco tiempo de mi naci­miento mi padre fue destinado a Alcazarquivir como Goberna­dor Militar. Allí me bautizaron con gran pompa. Fue mi pa­drino el hermano de mi padre, quien tardó sus buenos meses en decidirse a emprender el viaje. Cruzar el Estrecho le ins­piraba mucho recelo. Su mujer, que debía ser mi madrina, no se atrevió a emprender tamaña audacia. Me tuvo en sus brazos en la pila bautismal la mujer del General Sausa.
Recuerdo vagamente el patio de la Comandancia de Alcazarquivir, donde jugaba vestida de niño, pues mi madre, para con­solarse de no haber tenido un varón me vestía como tal. Mis juguetes eran de niño también: un caballo de cartón piedra y un coche al que se le encendían las luces de verdad, regalo de Melali Bacha o Baja. El caballo pereció una noche que lo dejé a la intemperie al caerle encima un buen chaparrón que lo des­hizo y el coche dejó prácticamente de funcionar gracias a mis manitas destrozonas.
Mi padre, cabello oscuro, ojos castaños, facciones grandes y bien marcadas, tenía cierto parecido con los árabes. Pero el que era un moro auténtico era el primo militar de mi padre, tío Pepe. En una revista titulada «España en sus héroes» hay una fotografía y un texto que resume sus méritos en las campañas africanas y cuyo final, extraído del Diario Oficial, dice: «Siendo teniente le fue concedida la Medalla Militar Individual por sus méritos y distinguidos servicios que prestó perteneciendo a las tropas de Policía Indígena en Tetuán y Larache, en las que des­arrolló una gran labor política preparando personalmente el avance de nuestras tropas, y muy especialmente por su compor­tamiento en la toma de Dar-el-Atar, en la cábila de Ahl Serif.»

viernes, 5 de noviembre de 2010

GUADALCANAL, PUEBLO VIVO - 10 y último

En este último vídeo pueden ver la misa de la romería de la Virgen de Guaditoca, cantada por el coro del mismo nombre, y una última mirada al Paseo de El Palacio.

Con esta entrega finaliza la serie que con el nombre de "GUADALCANAL, PUEBLO VIVO", les hemos venido ofreciendo en los últimos meses.

Las imágenes fueron realizadas en los años 1989 y 1990 y en ellas hemos querido recoger las efemérides de Guadacanal en un año.

Agradecemos a GUADALKANAL MEDIA, su colaboración para que estas imágenes hayan podido llegar a todos ustedes.





jueves, 4 de noviembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 15

Oratorio Caballero de Gracia, donde se casaron Luis Castelló y Margarita Gauthier.

Novios ya, dieron una de las campanadas mayores de Sevi­lla: fueron un domingo juntos a misa. Luego mi padre fue destinado a Madrid. Allí estalló la bomba entre sus compañe­ros: «Se casa Castelló.., Se casa con Margarita Gauthier. ¡Qué amor tan fulminante le ha entrado!»
Las anécdotas sobre su noviazgo se las debo a Rafael Duyós. Su padre, de igual nombre, que era compañero y gran amigo del mío, se había casado mucho más joven que él; así, pues, tenía ya hijos mayores cuando mis padres decidieron casarse.
-«A mí -me dijo Duyós hijo- aquello de Margarita Gau­thier me sonaba a algo leído, así que cuando conocí a tu madre me pareció la reencarnación de un mito.»
Los sábados por la noche tomaba mi padre un tren renqueante y ruidoso y sufría estoicamente su traqueteo para estar el domingo con la novia y volver a emprender el incómodo viaje la noche de ese mismo día.
-«Tengo que ir a la estación a acompañar a Luis -recor­daba Duyós- para ayudarle a llevar unos paquetones enormes que le lleva a la novia de regalo.»
Conociendo a mi padre, me imagino que los regalos en cues­tión eran lámparas, vajillas, etc., incluso un precioso juego de té de porcelana de Limoges.
-«Se lo regalé a tu madre siendo novios.»
-«Se pondría muy contenta.»
-«No creas. Me dijo que no era un regalo de novios, sino de casados. Y yo le contesté entonces que qué más podría desear... Que el novio que hacía regalos de casado, olía a marido. »
Y llegó diciembre de 1921; mi madre se trasladó a Madrid; los muebles fueron llevados en un capitoné y, mientras se ulti­maban los preparativos de la boda, el futuro matrimonio buscó piso y lo encontró sin dificultad en el barrio de Argüelles.
La boda fue muy sencilla; invitaron a un pequeño grupo de amigos que compartieron también el «ágape» en su casa. La ce­remonia tuvo lugar en el oratorio de la calle Caballero de Gra­cia. A ella no asistió mi tío Pepe, pues aquello de que su hermano se casara con una francesa que vivía sola en Sevilla y era absolutamente independiente debió de parecerle poco menos que un pecado imperdonable.
Llevaba mi madre aquel día un conjunto de vestido y cha­quetón gris adornado con piel de topo, un sombrero de la mis­ma piel y unos zapatos de charol negro que, según mi padre, le hacían ver las estrellas. «¡Iba materialmente colgada de mi brazo...! ¡Pero buena era tu madre! ¡Habría sido capaz de con­tar chistes antes de confesar que le hacían daño!»
Poco después, el hermano de mi padre se dignó conocer a su cuñada. La escena no dejó de tener su gracia. Tío Pepe, pese a su porte arrogante y distinguido, no dejaba de ser un señorito de pueblo con la mentalidad estrecha que ello supone. ¡Y no digamos su mujer, Dolores Perea, que pertenecía a la aristocracia local! Mi padre fue a Guadalcanal con su esposa para presentársela.
-«Tu madre, como era tan cariñosa, debió pensar que el hermano de su marido era como él, y echándole los brazos al cuello le estampó un par de besos.»
Qué cara no pondría mi tío y qué mirada le echaría mi tía que se abstuvo para el resto de sus días de repetir el gesto. Mi padre me contaba esta anécdota llorando de risa.
Nueve meses llevaban mis padres de matrimonio cuando nació el primer hijo: una niña a quien pusieron de nombre María Luisa. Un primer parto a los treinta y ocho años, y más aún en aquel entonces, no era fácil. En él tuvo ocasión de demostrar su entereza: no profirió un solo grito.
Más de cuatro años estuvo mi hermana de niña única. Mien­tras tanto, proseguía la guerra de Marruecos. Mi pobre madre se pasaba los días rezando novena tras novena y cumpliendo penitencia tras penitencia para que su marido volviese sano y salvo del frente.
-«Me la encontré hecha un bacalao -comentaba mi pa­dre-, vestida con el hábito de la Virgen del Carmen y callos en las rodillas. Había ofrecido como penitencia no comer más que un triste plato de lentejas cocidas al agua. Supongo que tu hermana y la muchacha comerían otra cosa, pues ellas no te­nían la culpa de que yo estuviese en África.»

martes, 2 de noviembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 14


Cuando conoció a mi padre, después de la guerra del 14, era ya una mujer que había pasado de los treinta años, edad más que suficiente para que en la época fuese considerada sol­terona. Era una mujer de estatura mediana, más bien delgada, de rostro agradable, cabello castaño un poco escaso, pues debi­do a las permanentes (tenía el cabello liso y la moda imponía ondas entonces) y los tintes (tuvo canas desde muy joven) se había estropeado su magnífica cabellera. Vestía con distinción y tenía un porte gracioso. Más que belleza poseía un especial encanto y, pese a que su tez era morena, sus facciones eran ne­tamente francesas. Tenía una bonita sonrisa y un tono de voz agradable al qué no dejaba de darle gracia el acento marcada­mente francés que jamás perdió.
De niña solía preguntarle a mis padres:
-«¿Dónde os conocisteis?». Ambos se miraban sonrientes...
-«En los caballitos» -contestaba mi madre.
-«En una sala de natación» -decía mi padre. Pero yo sabía perfectamente que ninguno de los dos sabía nadar.
Buen aficionado a las mujeres, el Comandante Castelló no dejó de fijarse en Marguerite Gauthier y preguntó a la dueña del hotel quién era aquella señorita de tipo tan fino y que ves­tía tan elegantemente. Aquélla le dio los datos solicitados y, por encargo del pretendiente en ciernes, le dijo a la francesita que un señor del hotel deseaba conocerla. «No me interesa» -fue la contestación de Margarita que se hallaba perfectamen­te instalada en su trabajo y en su independencia moral y eco­nómica. El flamante comandante recibió entonces unas calaba­zas que en nada le desanimaron.
Tenía yo dos postales del Hotel París encontradas en casa de mi abuela materna; en una de ellas se veía el comedor: co­lumnas, muchas plantas verdes y unos impecables manteles blancos. La otra es del salón: mesas, sillones de mimbre, gran­des cristaleras y más plantas. Un buen hotel sin grandes lujos, muy de la época. Me imagino que un día se encontrarían en el comedor, cambiarían un saludo; al otro coincidirían en el salón y cruzarían unas palabras. La animosidad fue desapareciendo. Cuando se iba a París en busca de sus modelos, el Comandante la acompañaba a la estación:
-«Le enviaré postales» -decía él.
-«Sí, escríbalas en español. Yo le contestaré en francés y así haremos intercambio de idiomas» -contestaba Margarita que iba con frecuencia a París en busca de modelos, telas, y ex­clusivas para reproducir algunos diseños.
Paseando un día por Sevilla con mi padre, en la plaza donde se encuentra la Catedral, me señaló una casa de tres pisos:
-«Mira, hija, en esa casa vivió tu madre.»
Era una casa con miradores, muy de comienzos de siglo. Uno de los pisos estaba dedicado a taller y salón de pruebas y en el otro tenía su vivienda. Guardo una foto suya asomada a uno de los balcones, rodeada de todas sus oficialas; el mismo día, y con el mismo vestido blanco adornado con un cinturón de falla roja, se retrató en su habitación. En ella se ven los mis­mos muebles de caoba que conservo aún, la cama con un ca­bezal altísimo, un tocador con el espejo ovalado sostenido por guirnaldas de bronce de las que parten unos brazos y unas luces con pantallas de color damasco amarillo que hacen juego con las tapicerías. Se la ve sentada en una butaca con un figu­rín de modas sobre las rodillas. El comedor, azul claro, y la salita, damasco morado, de moda en aquellos años, datan de la misma época.
-«¿Y cómo te declaraste a mamá?» -le pregunté en cierta ocasión a mi padre.
-«No sé... éramos muy buenos amigos. Creo que le dije algo así: Margarita, ¿y si tú y yo nos casáramos (tras dos años de amistad había dejado de lado el protocolario usted). Y tu madre me respondió:
-Me parece una excelente idea. Voy a preparar los papeles.»
A mí aquello se me antojó muy poco poético y así se lo dije a mi padre.
-«El matrimonio es una cosa muy seria; además, ninguno de los dos éramos niños ni estábamos para romanticismos» -me contestó.